¡Abrázame!

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Son las 17:55 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
¡Abrázame!

Habían pasado varios años desde la última vez que lo vi. En la juventud mantuvimos una leve amistad, más bien una relación de compañeros de clase en el instituto, pero al terminar éste nuestros caminos se separaron y apenas volvimos a coincidir. Si acaso un saludo apresurado y ocasional por la calle, un “¿Cómo estás?” y el socorrido “¡A ver si quedamos!” que enmascara la intención de seguir cada cual con su existencia, sin concederse espacios comunes. Esta vez fue él quien me llamó. Iba solo por la calle, se cruzó de acera hasta ponerse a mi lado y pronunció mi nombre con cautela, como si temiera confundirse de persona. Le tendí la mano y él me la estrechó lánguidamente. Después de las preguntas habituales para rellenar el vacío entre dos personas que llevan mucho tiempo sin saber la una de la otra, comenzó a contarme lo bien que le iba en la vida. No tenía pareja ni hijos porque su trabajo no le dejaba un minuto libre. Tras varias experiencias laborales fallidas había fichado por una empresa de comercio electrónico como responsable del programa informático de ventas. Pasaba todo el día entre ordenadores y dispositivos de comunicación. Tenía cientos de contactos organizados en varios grupos de Whatsapp, de modo que no se separaba nunca de su teléfono móvil. Escribía sus opiniones profesionales en su Facebook y como el número de solicitudes de amistad y “me gusta” no dejaba de crecer, había dedicado las últimas vacaciones a la creación de un blog que ya contaba con más de mil seguidores. También me dijo, muy serio y convencido, que los ciento cuarenta caracteres de Twitter se le iban quedando pequeños para propagar su fecundidad laboral. Yo escuchaba.

La vida es un camino de ida y vuelta. Brillamos un tiempo en este mundo, apenas un instante de esplendor en medio del infinito, y al cabo regresamos a la nada o a la fuente primordial. En el intervalo vamos haciendo acopio de experiencias para rellenar nuestra caja del tesoro, ese botín de una aventura singular que nadie podría vivir por nosotros. Nunca olvidas el primer sonido, ni la primera palabra que escuchaste de los labios de tu madre aunque finjas no acordarte, ni la primera vez que te dijeron “te quiero” al oído, pues el sonido persiste en el vacío y podremos atraparlo, en esta vida o más adelante. Todo es transitorio pero nada sucede sin un propósito, a menudo cubierto tras el velo de la ignorancia o por el engaño de la apariencia. Y al fin, cuando nos digan “basta” y caiga el telón, saldremos de la escena con nuestra caja del tesoro bajo el brazo, dejando el hueco de una sombra.

Había parado de hablar y me miraba fijamente a los ojos. Yo los recordaba de un azul celeste luminoso, pero ahora eran grises y estaban apagados. Por la frente le cruzaban demasiadas arrugas que más bien parecían cicatrices de pesares mal digeridos. Le escaseaba el pelo y las sienes también estaban cenicientas. Los hombros le caían hacia adelante, encorvándole la espalda. Pensé en los estragos de la vida y en los precipicios que todos bordeamos. De repente levantó las manos, las colocó sobre mis hombros y me dijo: “¿Puedo darte un abrazo para despedirnos? Hace tanto tiempo que nadie me abraza…”

Juan Felipe Molina Fernández
Foto: Guillermo Molina Fuentes