El cielo en la tierra

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Son las 03:34 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
El cielo en la tierra

Cada ciudad posee su cielo y su suelo. El cielo de una ciudad, de cualquier ciudad del mundo, se transforma con el paso de los días y de las estaciones, pero siempre conserva unos atributos definitorios. Así, cuando un habitante avezado mira ese cielo con ojos perspicaces llega a reconocer en él las señales inconfundibles, los rastros inequívocos que le harán afirmar: “Este es el cielo de mi ciudad”. Que es tanto como decir: “Este es mi cielo, el que me ha tocado en suerte, al menos por ahora, para bien o para mal, el mismo que quizá vieron mis padres y quizá sigan viendo mis hijos, si la fortuna me sonríe y el destino no me aleja de él”. Es cierto: todos los cielos se parecen. Mas el cielo de una ciudad mesetaria lindando con el sur y el occidente no es exactamente igual al de una ciudad norteña o al de una levantina, al de una urbe abierta al mar o al de una encajada en la montaña. Y del mismo modo que el labriego vaticina la lluvia con sólo echar un vistazo al cielo y observar el vuelo de las aves, así es posible reconocerse en un tiempo y en un espacio sólo con mirar al cielo que te protege.

También el suelo es un atributo definitorio de una ciudad. En otros aspectos no existirá demasiada conformidad pero en éste, desde luego, sí la hay: los suelos de las ciudades y pueblos son mayoritariamente graníticos. Pese a esta uniformidad de grises matizados en bordillos, aceras y escalinatas siempre será posible distinguir el suelo de una ciudad concreta por las marcas humanas visibles sobre su superficie. O por la ausencia de tales marcas. Observen el suelo de su ciudad mientras caminan y quizá contemplen un curioso espectáculo. Según donde se hallen podrán ver sobre ese suelo una multitud de marcas oscuras, negras o parduzcas que se agrupan formando tramas o dibujos a modo de constelaciones. No se trata de constelaciones de estrellas, sino de una especie de impresiones en negativo y sin brillo alguno de cuerpos caídos al suelo que sobre él se han quedado para agruparse, reproducirse y expandirse. Son constelaciones de manchas especialmente densas en torno a los bares con terraza, a los parques infantiles, a las tiendas de golosinas, a los lugares de ocio juvenil, a las zonas comerciales y a los centros de enseñanza. Constelaciones formadas por infinidad de restos individuales de sustancias orgánicas en descomposición, ya sean chicles o salpicaduras de grasa procedentes, pongamos por caso, de un aperitivo de panceta o de una ración de calamares. Constelaciones sucias de materia oscura carentes de la belleza, el esplendor y la luminosidad de las estrellas del firmamento. Constelaciones sobre las que orbitan (con mayor o menor asiduidad, con mayor o menor densidad) otros desperdicios provenientes de la actividad humana y animal. Constelaciones de manchas que son una ventana al pasado y al presente de las ocupaciones y de los usos de una calle o una ciudad concreta, de las gentes que por allí hollaron, de sus costumbres, de sus intereses, de sus prioridades y, sobre todo, de sus descuidos.

Se sabe que los agujeros negros del cosmos pueden engullir estrellas gigantescas hasta no dejar vestigio de su luz. Un contenedor de basura, una papelera, el bolsillo de la chaqueta o la palma de la mano son insignificantes comparados con aquellos, pero suficientes para hacer desparecer las feas constelaciones de manchas sobre nuestro suelo ciudadano. Para evitar el nacimiento de este peculiar e indeseable cielo en la tierra.  

 

Juan Felipe Molina Fernández

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes https://www.flickr.com/photos/guillefuentes/

Juan Felipe Molina Fernández