Los (viejos) mineros del carbón de Puertollano

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Son las 11:58 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
Los (viejos) mineros del carbón de Puertollano

El minero alza la mirada al cielo, se santigua y entra en la jaula. El sol de la mañana arranca reflejos dorados en la medalla de la Virgen de Gracia que sostiene entre sus dedos para besarla. “Virgencita mía, Madrecita mía: protégeme. Santa Bárbara bendita: que vea crecer a mis hijos y envejezca junto a mi esposa” implora para sus adentros. Da otro beso a la medalla y vuelve a dejarla sobre el pecho, colgada del cuello, bajo la camisola de loneta parda que su mujer ha planchado esa madrugada cuando él apuraba junto a la lumbre un tazón de pan sopado en achicoria. Se santigua de nuevo, junta pulgar y anular de la mano derecha y los acerca a los labios. Un beso más. Y en ese preciso instante las gigantescas poleas emiten un bramido metálico al ponerse en funcionamiento y los cables de acero de los que pende la jaula, gruesos como puños, comienzan a desenrollarse en una súbita arrancada. El sol de la mañana deja de iluminar el rostro del minero. También desparece de las caras de los compañeros que van junto a él. Movidos por un mismo instinto todos agarran con fuerza el gancho de sus carburas, aprietan las mandíbulas y pierden la mirada en el vacío, mientras sus mentes concentradas hacen lo posible por apaciguar esa tensión que, pese a los años y la experiencia, aún agarrota los músculos y atosiga la boca del estómago. A la mina nunca se le pierde el respeto. Y la jaula se va hundiendo, camino de las entrañas de la tierra. El descenso es monótono, un vértigo contenido, maquinal. Los segundos parecen eternos. El aire se oscurece como en una nube de langostas. El polvo arranca las primeras toses. Hace frío. Sudan. Alguno siente un leve temblor, casi imperceptible, rutinario. La lengua se reseca. El miedo es tu mejor amigo allí donde vas, si sabes dominarlo. La nostalgia por cuanto va quedando atrás (cada vez más lejos, cada vez más arriba) y no sabes si volverás a recuperar. Poder ver el sol de mañana y sentir su calor. “Poder abrazar otra vez a mi…” Entonces el minero suspira, toma aliento y comienza a silbar. Alguien reconoce la tonada y se lanza a cantarla: ¡Ay, chiquita piconera, mi piconera chiquita! Esa carita de cera a mí el sentío me quita. Y la jaula es ahora un coro de voces recias, roncas, un soplo de alivio en los corazones de aquellos hombres hechos al peligro: Te voy pintando, pintando al laíto del brasero y a la vez me voy quemando de lo mucho que te quiero. ¡Válgame San Rafael, tener el agua tan cerca y no poderla beber!...

 

Le queda al minero mucho por hacer cuando vuelva arriba. Acabar el brocal del pozo de agua que ha cavado con sus propias manos en el patio de casa, a pico, pala y algún barreno traído de la mina. Echarse al hombro la escopeta y salir al monte con el perro a por unas perdices o una libre para el guiso del domingo. Que el aparejo esté listo por San Antón para la matanza del gorrino. Arreglar los zapatos de toda la familia (y también de algún vecino) con las herramientas heredadas del abuelo. Llegarse, a pie o en mula, hasta Villamayor a por garbanzos y patatas, hasta Argamasilla por pimientos y tomates, hasta El Pardillo por melocotones, hasta Almodóvar por media arroba de aceite y unos cuartillos de vino. Acarrear las espuertas con el carbón que le corresponde y con el que calentará su hogar y su comida. Auxiliar con algo de comida y palabras de consuelo a la viuda y los huérfanos del compañero caído. Escribir unas letras a su hermano, refugiado en Francia tras la guerra, escondiendo el destinatario bajo un nombre ficticio. Tomarse una copa de aguardiente los días de libranza con los camaradas jugando al dominó en la cantina. Y, cuando lleguen las fiestas, vestirse como Dios manda y cumplir: traje de tres piezas, cuello almidonado, pajarita, botines lustrados, todo cosido en casa, cogidos del brazo el minero y su mujer asisten resplandecientes a los bailes de Asdrúbal, la barriada que presume de tener más ambiente que el mismísimo Puertollano y donde algunos jefes e ingenieros de la empresa Peñarroya hablan en francés, saben tocar el piano, escuchan ópera en discos de pizarra y se calan sombreros canotier.

 

Fueron pasando los años. El minero tuvo la fortuna de zafarse de las plagas de su oficio: los derrumbes, el grisú, la silicosis. “El minero no se jubila: se muere antes, en el tajo o enfermo”. Había escuchado tantas veces esa sentencia premonitoria, cruelmente verdadera para tantos compañeros, que nunca dejó de agradecer a su Virgencita de Gracia y a su patrona el privilegio de ver crecer a sus hijos y de arrullar entre sus brazos a varios nietos. Y ya jubilado presenció la huelga de los “treinta duros” de mayo del 62, con el encierro de sus compañeros en el interior de los pozos, las familias acampadas, las detenciones, las cargas de caballería de la Guardia Civil, sable en mano el oficial al mando. Y asistió al principio del fin de la minería del carbón en Puertollano, con el cierre paulatino, uno tras otro, de los pozos y explotaciones tradicionales como presagio y anuncio de una muerte que se fue postergando en lenta agonía hasta el tiro de gracia definitivo.  

El minero acabaría sus días sentado a la mesa camilla del comedorcito de su casa, al final de la calle Cervantes, fumando cigarrillos Gitanes (“Con filtro, padre, ahora le convienen a usted con filtro”) que su hijo mayor le llevaba cada semana (“A estas alturas de la película, qué más da un poco de humo, después de todo lo que respiré…”) y que él, con la mirada perdida en el vacío, sacaba lentamente de la cajetilla después de haber estado un rato dándole vueltas y más vueltas entre los dedos, como si quisiera arrancar de ella recuerdos de un pasado lejano hasta sacudirse el polvo del olvido. De un tiempo cuando aprendió a mirar a los ojos de la muerte sin pestañear ni darle más importancia de la necesaria. Y cada atardecer de su vejez, mientras las piernas le respondieron, el viejo minero salía de su casa y recorría los pocos metros hasta el punto donde el horizonte se ensanchaba hacia el sureste y se cruzaban los caminos de las minas. Allí, muy quieto y majestuoso, bien abiertos y húmedos sus ojos glaucos, contemplaba el valle del Ojailén, que ya entonces se había convertido en un cementerio de hermosos castilletes abandonados. Y desde allí el minero seguía viendo en ese valle ahora silencioso, inerme y despoblado a sus viejos camaradas. Los contemplaba regresar del tajo, sudorosos y exhaustos al final de otra dura jornada de trabajo. Y se veía junto a ellos, codo con codo, como en la jaula o en la galería. Iban silbando, cantaban, bromeaban y sonreían. Caminaban orgullosos y satisfechos de haberse ganado el jornal. Marchaban alegres por volver, otro día más, bajo la luz del sol. No faltaba ninguno.

Juan Felipe Molina Fernández

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes https://www.flickr.com/photos/guillefuentes/

Juan Felipe Molina Fernández