Pudor

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Son las 23:25 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Pudor

Uno de los rasgos distintivos del temperamento español hasta hace unos años era el sentido del ridículo. En este país era poco habitual saber desenvolverse con soltura en la defensa pública y oral de un argumento. Presentarse ante un auditorio para explicar una idea era motivo de sonrojo, de vergüenza para mucho paisanos. Y no porque se careciese de convicciones, ni siquiera de juicio y de razonamientos, sino porque la comparecencia, la exposición de uno mismo a la valoración de los demás se veía como una manifestación descarnada de la propia intimidad, como un acto casi impúdico, como si de abrirse las carnes y enseñar las entrañas se tratase. La oratoria que tanto y tan bien se practica en los países de cultura anglosajona era contemplada aquí como un esnobismo, una teatralidad, un artificio alejado de la pureza del alma nacional que encontraba en la contención, la reserva y la prudencia justificaciones de su propio ser. Y esto era llamativo y curioso en un pueblo como el nuestro cuya base cultural procede, precisamente, de la misma cuna de la oratoria, la elocuencia y la retórica (también de la demagogia), ni más ni menos que de la cultura grecorromana.

Quizá los siglos de oscurantismo, de estricta moralidad católica (cuando menos en el aspecto formal), de la opresión política nacida de regímenes absolutistas y dictatoriales, de provincialismo, de exacerbado sentido de la identidad nacional y de rechazo a las ideas foráneas, de endogamia cultural y autarquía ideológica tuviesen mucho que ver con el exagerado sentido del ridículo del pueblo español. Pero he aquí que los tiempos cambian (la propia naturaleza del tiempo es intrínsecamente la del cambio constante e imparable) y lo que hasta ayer, o hace unos años, era principio identificador (y diferenciador) del alma de un pueblo se ha esfumado como la espuma de las olas. ¿Quién se acuerda hoy en día de la contención, de la austeridad verbal, del miedo al ridículo cuando se presenta ante sus conciudadanos? ¿Dónde ha quedado el pudor? ¿Existe algún rastro de la obsoleta moderación, casi ascética, del espíritu nacional? ¿Existe acaso un espíritu nacional más o hemos homologable y cuantificable en esta época de diversidad ideológica, de atomización de los modelos sociales, de fragmentación de los patrones y de divergencia en las conductas? ¿Alguien se atreve hoy en día a definir un corpus mínimo de verdades universales y a defenderlo públicamente sin miedo a ser identificado como un peligroso subversivo?

Es evidente que entre el exceso de celo en la defensa de la propia intimidad y la excesiva exposición pública de las conductas íntimas que se observa en la actualidad existe todo un abismo. La tecnología moderna y, singularmente, las redes sociales (que nos interconectan pero también nos atrapan) brindan al individuo contemporáneo la oportunidad, y también la tentación, de exhibirse públicamente sin necesidad de mayores artilugios ni de pensárselo dos veces. Y he aquí el problema, pues hemos vencido la timidez social congénita a base, precisamente, de exceso. No hay día que pase sin que los medios de comunicación de masas no nos muestren la última tontería pública de algún personaje conocido, la expresión verbal vergonzante, la expresión gestual malamente provocadora, el griterío, la vociferación soez, la jactancia chulesca, el insulto o la afrenta al sentido común de ciertos políticos, dirigentes deportivos, famosos de revista, tertulianos, deportistas de élite, líderes ideológicos o cualquier otro individuo de aquellos encumbrados a la notoriedad mediática más por sus exabruptos que por sus méritos. Y si este mal ejemplo cunde a sus anchas, ¿qué impide al ciudadano común (a cualquiera de nosotros) asestar un golpe a las buenas maneras y propagarlo con satisfacción y fruición en las redes sociales, como muestra del talento para la bobería y el desatino?

Estupideces se han cometido toda la vida y así seguirá. Estúpidos ha habido siempre y no decaerán. Lo que cada cual haga en el ámbito privado sin perjuicio ajeno a cada cual corresponde, y hasta su gracia puede tener una hilaridad cometida en la intimidad del hogar, en la cercanía del grupo de amigos, en la afabilidad de un encuentro familiar o en la desinhibición ocasional que todos necesitamos en la corta distancia. Pero difundir hasta el hartazgo esas ocurrencias, castigar con ellas al prójimo, expandirlas sin medida sólo para sentirnos tan importantes y poderosos como los personajes conocidos que también cometen tamaños desatinos no nos hace mejores ni más simpáticos que ellos, más bien nos sitúa en la órbita del esperpento sin gracia, del chistoso denigrante y de la simple mamarrachada.

Deberíamos, para empezar, exigir a las personas que crean opinión, a los líderes de cualquier tipo que en nuestra sociedad existen y también a los medios de comunicación que frenasen el daño social que está desencadenando esta pérdida desmesurada del sentido del ridículo que padece nuestro país y que se sustancia en el agravio cotidiano a la sensatez, al buen juicio, al razonamiento, a la ponderación, a la palabra bien dicha y en buen tono, a la consideración hacia el oponente, a la tolerancia y, básicamente, al respeto hacia las personas ¿Con qué autoridad moral demandaremos a nuestros hijos que se comporten y expresen correctamente (ahora y en el futuro) si nosotros mismos, individuos adultos, formados y libres para discernir, no somos capaces de dar la espalda a los malos ejemplos que pública y deliberadamente se están produciendo, reproduciendo y expandiendo contra los más elementales principios de la cultura, la educación, la ética y los valores democráticos?

 

Juan Felipe Molina Fernández