Saber o no saber -de ciberterrorismo y otras amenazas globales-

La voz de Puertollano
La Voz de Puertollano en Facebook
La Voz de Puertollano en Twitter

Son las 02:12 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Saber o no saber -de ciberterrorismo y otras amenazas globales-

Cada mañana desde que comenzó la primavera una pareja de gorriones vuela hasta mi balcón. Revolotean cerca de la barandilla, canturrean, se posan sobre el borde del plato encharcado de la hortensia, beben agua y se marchan. Así día tras día. Yo me he acostumbrado a su visita, pero hay vecinos a quienes sienta muy mal este jaleo matutino porque trasnochan. Algunos han colocado sartas de pinchos metálicos en sus balcones. Yo creo que no es el ruido sino los excrementos lo que de verdad les molesta. Veo a esos vecinos frotar con estropajo y lejía las barandillas mientras maldicen sin piedad y miran al cielo con cara de pocos amigos. Pero nunca los he oído quejarse de la contaminación, del tráfico o de los gritos de algunos peatones. Claro que estas cosas no pueden evitarse instalando unos pinchos metálicos.

A decir verdad, no sé si los gorriones que visitan mi balcón son siempre los mismos, pues no sé distinguir un gorrión de otro. También ignoro si son realmente una pareja, porque desconozco los hábitos sociales de estos pájaros. Y, en caso de que lo fuesen, tampoco sé si son pareja de igual o de diferente sexo, pues las costumbres amatorias de estas aves son un completo misterio para mí. Días atrás decidí aclarar mis dudas e hice la consulta a Wikipedia, pero me pidió un donativo y me dio pereza continuar. Luego, leyendo las noticias en internet, supe lo del último ciberataque mundial -miles de empresas e instituciones de todo el planeta con sus datos secuestrados, qué pavor a quien le toque- y me quedé más tranquilo con mi decisión.

Lo habitual en ese tipo de sucesos es que el común de los mortales nos enteremos de ellos tiempo después de que empiecen a ocurrir. Esto puede ser bueno para evitar pánicos improductivos pero también conlleva ciertos riesgos. Por ejemplo, si uno supiese con antelación que la intervención quirúrgica para extirparle, qué sé yo, un quiste sebáceo o cualquier otra cosa sin excesiva importancia se iba a posponer porque un pirata informático hubiese secuestrado los historiales médicos del hospital, entonces quizá no se tomaría la molestia de ir a su médico de cabecera, ni de cuidarse como es debido. Y Dios sabe cuántas complicaciones posteriores habría de afrontar. O ¿para qué presentarse a ese examen de ontología metafísica si al cabo iban a robarte el expediente académico del servidor de la universidad y todo tu esfuerzo quedaría a expensas del pago de un rescate en bitcoins? Más tarde supe que lo de los hospitales había ocurrido en el Reino Unido, pero sólo con las operaciones no urgentes, y respiré aliviado. También recordé que mi título universitario amarillea en el fondo de un cajón y sentí un profundo consuelo.

Se dice que el conocimiento da la felicidad. Yo tengo cada día más objeciones al respecto. Por ejemplo, cuando veo en mi balcón a la pareja de gorriones. Ninguna de esas simpáticas avecillas sabrá absolutamente nada de, pongamos por caso, las tensiones entre Corea del Norte y Estados Unidos, a menos que alguno de sus congéneres asiáticos les haya piado que últimamente vuelan por el Mar de Japón más misiles que de costumbre. Tampoco conocerán al nuevo jefe de la Casa Blanca, ni al líder norcoreano, ni habrán oído hablar de ciberterrorismo mundial o del cambio climático, aunque esto último ya lo hayan notado en sus pulmoncitos. Y, sin embargo, ahí los tengo cada mañana, fieles a su cita en mi balcón. Cantando y revoloteando en torno a la barandilla como una parejita de recién enamorados. Inafectados por el mundanal ruido. Satisfechos y felices sólo por compartir, antes de que todo se vaya al carajo, un sorbito de agua en el plato encharcado de la hortensia.

 

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes

Juan Felipe Molina Fernández