Vidas excesivas: codicia

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Son las 02:55 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Vidas excesivas: codicia

Federico Augusto Gómez-De la Vega Muñoz padeció durante los secos años de la posguerra española una primera infancia esparcida de miseria y penurias tras la cual decidió con plena conciencia y premeditación consagrar su vida a la acumulación incesante de riquezas materiales. Una tarde de enero de 1949, mientras contemplaba a sus compañeros en la escuela de beneficencia dar patadas a una bola hecha de jirones de trapos, escribió con certera caligrafía en su tablilla de pizarra tantas veces como le cupo en ella la siguiente declaración: “Yo seré millonario”. Decidido a materializar lo antes posible su propósito a la semana siguiente entró a trabajar de recadero en una ferretería por las mañanas y de mozo por las tardes en una botica, cumpliendo desde el primer día con diligencia y puntualidad todas las encomiendas que sus amos le requerían, ya fuese recoger paquetes en la estación, envolver pedidos, repartir encargos a domicilio, desempolvar alacenas o fregar suelos. Pese a su corta edad no tardó en descifrar los resortes del lucro en aquel mundo de mayores y en quedar cautivado por ellos, de modo que entre idas y venidas se embolsaba buenas propinas, sisaba cuanto podía si el amo no andaba precavido y vendía por su cuenta lo escamoteado a mercaderes ambulantes y chatarreros. Más adelante, conforme su cuerpo se fue espigando y las fuerzas le dieron para más, alcanzó a ser peón de albañil, encalador, piconero, aprendiz de zapatero remendón, recargador de sifones, ayudante de linotipista y dependiente en una tienda de ultramarinos. En todos estos oficios y en cuantos estaban por venir seguiría refinando con perspicacia, finura y buena suerte su discreta habilidad para detraer género y recaudación sin levantar jamás sospecha alguna.

Cumplidos los quince años y haciéndosele insignificante ser un simple pinche en tantos fogones Federico continuó simultaneando todos los empleos que era capaz de abarcar pero ya en empresas de mayor tamaño y relevancia donde pudiera hacer horas extraordinarias sin fin, doblar turnos, trabajar a comisión y andar siempre cerca del jefe y su caja. Se decantó por la contabilidad y el comercio, salía de un puesto de trabajo para dirigirse al siguiente, no tenía vacaciones ni las deseaba pues veía el tiempo libre como tiempo malgastado y su lema, que se repetía a sí mismo en voz alta varias veces al día, era “Si no entran pesetas en el bolsillo no entran alegrías en el cuerpo”. Sus trabajos declarados aun le dejaban ocasión para vender tabaco de contrabando, traficar con licores, prestar dinero en pequeñas cantidades y practicar la usura sin remordimientos. Y durante su estancia en el servicio militar se las compuso para ser ascendido a encargado en la cantina del cuartel y así escamotear a gusto sacos de café y carne congelada que vendía a tenderos, almacenistas y tabernas.

Tan pronto como sus ahorros fueron engordando Federico se hizo asiduo de las subastas judiciales y visitaba casas de empeño y asilos de caridad para rastrear riquezas enajenadas que él se cobraba una tras otra, metódicamente, sin piedad, como un inclemente cazador de recompensas. No había cerca suya ocasión de ganancia ni trapicheo donde no metiera la mano. Dormía poco, comía menos y ahorraba sin medida. No siendo hombre devoto tampoco oía misas pero si alguna vez acudía por compromiso a la iglesia entraba una moneda en el cepillo y sacaba cinco. Su único dios era el capital y a él se entregó con tan fervorosa veneración e idolatría que a la edad de veinticuatro años era dueño de su propio negocio de importación de artículos de lujo de segunda mano que vendía como nuevos, de cinco pisos en el centro de la ciudad, de tres automóviles y de varias cuentas bancarias e innumerables depósitos repartidos en cajas fuerte y otros escondrijos. Antes de cumplir los veintiséis había comprado a cinco de sus antiguos patronos las empresas donde antes había sido un mero asalariado, colgando en cada uno de sus despachos a modo de rúbrica y blasón de su fortuna sendas reproducciones fotográficas enmarcadas en moldura dorada de la mísera tablilla de pizarra donde en la niñez había inscrito aquella precoz declaración de intenciones que estaba grabada a fuego en su voluntad.

A punto de cumplir veintisiete años Federico creyó llegado el momento de perfumar su pasado y construirse una reputación. Habiendo sido bautizado Federico, sin más, decidió alargar su nombre añadiéndole Augusto por considerarlo propicio para la nueva etapa que estaba dispuesto a comenzar y adjuntó al Gómez de su primer apellido el agregado De la Vega, concebido en recuerdo de un pariente suyo jornalero oriundo, al parecer, de algún pueblo en la ribera del Tajo. Igualmente se dispuso a mudar de estado civil comprometiéndose con la hija menor (bella, inteligente, sin dote ni escapatoria) de un terrateniente arruinado con título de la vieja hidalguía castellana. Una vez arreglados los términos de la boda Federico acudió a la mejor imprenta de la capital para encargar por miles tarjetas de visita, noticias de las nupcias e invitaciones que fueron minuciosamente repartidas a familiares, amistades, allegados con mano en los ministerios, personajes reputados, redacciones de periódico, emisoras de radio, casas de postín y empresas con solera. Habiéndose granjeado el favor de muchas voluntades que sucumbieron al aroma de sus jugosos donativos y regalos, las fotos de la ceremonia nupcial aparecieron en las páginas de sociedad de los mejores diarios y revistas de la época y sirvieron a la pareja como tarjeta de presentación y salvoconducto hacia el nuevo mundo que él se disponía conquistar.

Antes de cumplir treinta y dos años Federico era padre de tres hijas y cabeza de familia de un hogar desdichado. Nunca había amado a su esposa ni estaba interesado en hacerlo. Ella no era para él sino un mero instrumento de ascenso social, un eslabón más de su larga e ininterrumpida cadena de adquisiciones, de manera que la sometió a una vida austera en comodidades materiales pero rica en disgustos, vejaciones e infelicidad. Vigilaba cada céntimo que ella gastaba y cuantificaba la dicha que según él le dispensaba como marido en la enorme herencia que le dejaría una vez muerto. La exhibía como un hermoso trofeo por fiestas, ceremonias y actos sociales donde considerase necesario acudir para promover sus negocios o arrimarse a personajes influyentes. Luego, de vuelta a casa, todo volvía a ser soledad y vacio para ella pues él no tenía ojos más que para sus empresas que ya se contaban por decenas, que no paraban de crecer y de multiplicar sus beneficios, que eran modelo de seriedad y solvencia y que gozaban del amparo oficial pues se habían erigido en paradigma y baluarte de la tenacidad del hombre hecho a si mismo. En aquellos días no había voluntad que el dinero no pudiera torcer ni favor que con él no fuera dado conseguir.

A la edad de cincuenta y dos años Federico era un hombre inmensamente rico. También era un viudo prematuro. Hallándose en el cénit de su esplendor consideró terminado el tiempo de las austeridades y llegada la edad del disfrute de los placeres mundanos. Comenzó a invertir en joyas carísimas y a lucirlas sin recato, a viajar a las grandes ciudades del mundo y a los destinos más exóticos del planeta, a hospedarse en hoteles exclusivos, a fumar enormes habanos, a comer y beber sin medida, siempre lo mejor o, por expresarlo correctamente, siempre lo más caro. Se habituó a las fiestas de la alta sociedad rica pero ociosa donde no acudía para hacer negocios sino a exprimir la vida con exageración y deleite como en una sonora bofetada a los mirones y a los no invitados. Procuró, en fin, no dejar goce sin probar en la medida de sus posibilidades, que eran colosales. Fue la época de la acumulación de papada, de barriga y de amantes. Paradójicamente, tanto su salud física como su solvencia económica se vieron inalteradas pues la frenética actividad empresarial diurna parecía consumir los excesos nocturnos al tiempo que sus negocios seguían robusteciéndose gracias a los nuevos contactos internacionales, a las viejas amistades de postín y a su fidelidad respecto de los procedimientos clásicos, aquellos que un hombre como él en modo alguno debía desatender: la especulación, los sobornos, el dinero negro y los paraísos fiscales.

En la fiesta de su quincuagésimo tercer cumpleaños Federico conoció a una modelo ucraniana a la que doblaba en edad y al mes siguiente se casó con ella. Dos años después se divorciaron, a Federico le pareció adecuado seguir acumulando matrimonios y apenas unos meses más tarde volvió a casarse, esta vez con una deslumbrante bailarina balinesa tan solo un año mayor que su segunda hija. Dado que Federico era hombre de tozudas convicciones (él prefería hablar de principios inquebrantables) tampoco profesaría cariño o afecto hacia estas mujeres, si acaso una tenue y extremadamente fugaz admiración cuando las veía espléndidamente vestidas caminar sobre zapatos de ensueño portando joyas dignas de un museo, de todo lo cual él era o creía ser dueño. Pese a las apariencias y habladurías, pese a que en público las tildaba de inconstantes, venales y caprichosas, la vida conyugal con sus últimas esposas transcurrió envuelta en una apacible levedad favorecida por factores propiciatorios tales como no hablar idiomas diferentes, pasar largas temporadas sin coincidir bajo el mismo techo o la intrínseca volatilidad de estas uniones, pues tan pronto las mujeres conocían mejor el paño lo dejaban plantado sin remordimientos. Entonces él profería mil reproches y exabruptos, juraba venganza eterna, rajaba todas sus fotografías, se iba a la cama colérico y al día siguiente continuaba con su vida como si tal cosa. 

Mucho antes de cumplir los sesenta Federico ya había perdido por completo el contacto con sus hijas, quienes nunca le perdonaron la mala vida que diera a su madre y a ellas mismas. Dispensado por su propia conciencia (que estaba liberada de escrúpulos) del más mínimo atisbo de culpa él seguía acumulando riquezas como un depredador lujurioso situado en la cúspide de la pirámide, justo en ese lugar desde donde el resto del mundo parece tan pequeño e insignificante que es difícil resistirse a dominarlo. Federico se consideraba un elegido cuya fortuna nada debía a nadie ni a nada salvo a sí mismo, un prototipo del proceso evolutivo que conduce desde la nada más desesperante hasta el colmo de la superabundancia, un ser invulnerable cuya opulencia lo convertiría en inmortal.

Sucedió que también a Federico le llegó la ocasión en que el suelo se abre bajo los pies. El cataclismo comenzó como una lluvia fina que pronto dio paso a un torrente desbordado. El nuevo orden social dejó de tolerar comportamientos como el suyo porque la ética ciudadana se había recompuesto y exigía triunfos ejemplarizantes. La tupida malla tejida a lo largo de muchos años empezó a resquebrajarse y ya no pudo soportar el peso de cuantos habían confiado a ella sus negocios y componendas.  Debían rodar cabezas y la de Federico, una entre tantas, era un buen botín. Nadie movió un dedo para defenderlo: sus amigos estaban demasiado ocupados protegiéndose ellos mismos del fuego graneado y sus compinches habían ido cayendo, uno a uno, como presas abatidas en la espectacular cacería contra la podredumbre que se había declarado a discreción. Él presentó batalla como un feroz guerrero, fabricó con su oro el mejor escudo posible, empleó todas sus viejas armas, repartió cuchilladas y resistió cuanto pudo. Pero sus colmillos ya no estaban afilados. El tiempo no le perdonaría. Anciano, solo, consumido por la enfermedad y ahogado en su propia codicia, Federico recibió a la muerte postrado en su cama con la única compañía de una enfermera. Un instante después de expirar sus intestinos liberaron una copiosa emanación de gas acumulado y maloliente. Este fue el último recuerdo que dejó. De su paso por el mundo queda además una lujosa tumba polvorienta. Una sepultura que nunca ha tenido flores.

Juan Felipe Molina Fernández

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes https://www.flickr.com/photos/guillefuentes/

Juan Felipe Molina Fernández