Vidas excesivas III: Vértigo

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Son las 11:42 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Vidas excesivas III: Vértigo

 

Clara tiene 37 años y una energía desbordada. Es delgada, fibrosa y lo más parecido a un volcán en ebullición. Se despierta muy temprano cada mañana y, como no puede estar en la cama sin hacer nada, se levanta mucho antes de que amanezca. Desayuna mientras se viste, se coloca los auriculares del móvil y sale a correr por el parque del barrio. Vuelve a casa cuando aun es de noche, se ducha, toma el segundo café cargado del día, escribe la nota de instrucciones para la asistenta, prepara el desayuno y la ropa de sus hijas, las despierta y se despide de ellas con un beso en la frente y dos en las mejillas. Camino del trabajo, en el autobús, revisa el correo electrónico, mira las redes sociales y escucha música -las noticias ya las oyó mientras corría-. Come en la oficina y regresa a casa, nunca antes de las cinco. Ayuda a sus hijas con los deberes, las deja en clase de inglés, danza, piano o baloncesto y aprovecha para ir al gimnasio, a pilates, al curso de alemán o al taller de escritura creativa. Luego recoge a las niñas, regresan a casa -donde aguardan más deberes-, cenan temprano, un ratito de ordenador, algo de conversación, un cuento en la cama, un beso en la frente y dos en las mejillas y a dormir. A continuación Clara organiza su trabajo del día siguiente y echa otro vistazo al correo electrónico o en las redes sociales. Media hora de lectura antes de apagar la luz y escuchar el último informativo de la radio mientras se va quedando dormida. Los fines de semana hace la compra y la colada, plancha, cocina, sigue trabajando delante del ordenador y aprovecha para pasar más tiempo con las niñas y llevarlas al cine, salir al campo, visitar un museo o asistir a algún espectáculo.

Nacho tiene 38 años y una paciencia a prueba de sobresaltos. Es alto, rellenito y tranquilo hasta exasperar. No tiene hora fija para levantarse porque trabaja a turnos e igual le toca acostarse a las siete de la mañana que a las doce de la noche o estar en pie veinticuatro horas seguidas. Cuando llega a su apartamento le encanta tumbarse en la cama o en el sofá, lugares en los que indistintamente duerme, ve la televisión, mira el ordenador, lee, escucha música, habla por teléfono y come. Nacho es un tipo reflexivo, más dado al pensamiento que a la acción.  Disfruta viendo pasar la vida -la suya y la de los demás- y observando los acontecimientos con una cierta distancia, sin involucrarse más allá de sus justas posibilidades, sin poner en riesgo su umbral de confort o el de los suyos, indagando sobre el modo mejor para alcanzar la felicidad y, una vez lograda, disfrutarla plenamente el mayor tiempo posible. Hay pocas cosas que le turben aparte de tener el frigorífico vacío, desconocer la fecha exacta de sus vacaciones o percibir que alguien agrede a su familia y nada, absolutamente nada, consigue quitarle el sueño. Está conforme con sus actos y es tolerante y permisivo con los de los demás, si bien la indolencia -unas veces impostada, otras veces real- con que aparenta conducirse le acarrea en ocasiones algún reproche por parte de amistades y parientes. Más que pasivo Nacho es acomodaticio y pacífico, de modo que frente a las grandes decisiones prefiere no actuar por temor a equivocarse o hacer daño a alguien. Él simplemente se deja llevar sin oponer excesiva resistencia, adaptándose a casi todo, concordando con casi todos.

Clara y Nacho son pareja. Se conocieron en la universidad, se enamoraron y decidieron vivir juntos al terminar la carrera. Como los dos tuvieron la fortuna de encontrar trabajo, Clara no lo dudó y convenció a Nacho para cumplir uno de sus grandes anhelos: ser madre y serlo antes de los treinta para poder disfrutar de los hijos en la plenitud de sus facultades, antes que el paso del tiempo le restara fuerzas y entusiasmo para afrontar una tarea, la maternidad, que se le antojaba tan atrayente como titánica. Cuando nacieron las niñas Clara asumió que una de sus prioridades sería ofrecerles la mayor y mejor cantidad de estímulos, aprendizajes y experiencias. Para ello ha contado siempre con la aquiescencia -ya fuese por convicción, por devoción o por claudicación- de Nacho, que nunca pone pegas aunque en ocasiones piense que Clara las somete a un ritmo de vida demasiado galopante.

Hace dos años la empresa trasladó a Nacho a la otra punta del país. No hubo opción: lo aceptaba o hacía sitio a la cola de gente que vendería el alma por su puesto de trabajo. Desde entonces Nacho pasa semanas fuera de casa, lejos de sus tres amores. Los cuatro hablan a diario por videoconferencia y algunas veces, después de que Clara mande a las niñas a la cama y ellos dos se queden a solas en la distancia mirándose fijamente a los ojos dentro de la pantalla del ordenador, ella se desfonda. Y entonces le confiesa a Nacho cómo muchas noches, durante ese duermevela incierto que precede al despertar, se siente aterrada porque se ve a sí misma suspendida de un trapecio a cien metros de altura y sin red bajo los pies. Nacho la tranquiliza, le pide que no se angustie, le asegura que saldrán adelante, que podrán pagar la hipoteca y la educación de las niñas, que conservarán sus empleos, que todo irá bien. Pero a ella le cuesta un mundo dejar de ser como es, dejar de sentir lo que siente y dar paso a una visión menos áspera de los tiempos que le han tocado vivir.

Sus amigos dicen que Clara y Nacho son como agua y aceite, imposibles de mezclar. Pero ellos prefieren verse, sencillamente, como dos polos opuestos que se atraen. O como los extremos de una misma cuerda que al anudarse la hacen más fuerte. Saben que se quieren y eso, de momento, les basta para ser felices juntos. Lo demás, ¿qué importa?, dice Nacho.

Juan Felipe Molina Fernández

Fotografía: Guillermo Molina Fuentes https://www.flickr.com/photos/guillefuentes/

Juan Felipe Molina Fernández