Carta desde Puertollano (III)

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Son las 09:31 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Carta desde Puertollano (III)

Antonio Carmona Márquez

 

 

Dear Sullivan:

El verano se aproxima inexorable y ya se sienten alguno de sus síntomas en nuestra ciudad. Por supuesto, uno de ellos es el calor. Pero otro no menos importante y también molesto es el ruido. No sé en qué programa escuché que la contaminación acústica puede ser, si cabe, más perniciosa para nuestra salud —sobre todo, la mental— que la atmosférica. Si esto es cierto, vivimos en un país con un alto riesgo y creo que Puertollano se destaca dentro del territorio nacional. Ya te dije que mi familia llegó aquí siendo yo aún niño. Comenzamos a vivir en una avenida, llamada entonces de los Mártires, luego Primero de Mayo desde nuestra Transición Democrática. Por aquellos años, todo el tráfico pasaba por delante de nuestro piso hacia la refinería a partir de las cinco y media de la madrugada. Los cristales de mi habitación vibraban al paso de una procesión infinita de camiones, autobuses y coches. Es curioso cómo acabas acostumbrándote a cualquier situación, pues pasados unos meses dejé de oírlos. Por suerte, disminuyó el tráfico pesado unos cuantos años después. Hacía ya tiempo que se venía reivindicando la construcción de una carretera que lo desviara del centro de la ciudad. Como suele ocurrir, un accidente con cientos de muertes y heridos aceleró el proceso. La catástrofe no ocurrió en Puertollano, sino en el camping de los Alfaques —la costa tarraconense— a cientos de kilómetros de aquí. Un camión cisterna cargado de propileno licuado explotó durante el verano de 1978. A principios de los ochenta ya contábamos con un nuevo trazado viario, bordeando el límite norte del casco urbano. Fue hace unos pocos años cuando se consiguió alejar definitivamente esta terrible amenaza con una nueva calzada que se dirige al complejo petroquímico, apartada de cualquier zona poblada. Pero existen otras muchas causas que definen a Puertollano como una ciudad ruidosa que ya te iré contando, aparte de nuestra tendencia a hablar en voz alta, rasgo que caracteriza al españolito medio.

Me alegra oír que aún sigue viva en ti la ilusión de ir al cine. Yo no puedo decir lo mismo y no me siento nada orgulloso de ello, si te soy sincero. Todavía nos queda —por muchos años, espero— un cine abierto en la ciudad. Se trata de un cine moderno con varias salas de proyección. Los ciudadanos de Puertollano van allí “a ver una película”. Seguramente esto te parecerá una obviedad que ni falta haría mencionarla. Bueno, te aseguro que esto no era así durante los años setenta. Entonces había en nuestra ciudad varios cines. Ver una película de estreno en uno de ellos no era usual y si llegaba una, los rollos de celuloide estaban en tan mal estado que su visionado dejaba bastante que desear. Normalmente se proyectaban dos películas —ambas incluidas en el precio de la entrada— en sesión continua. No estaba escrito en ningún sitio, pero existía una especie de convencimiento colectivo de que una de ellas era “la buena” y la otra “la mala”. Como te decía, la gente iba —íbamos— a algo más que, simplemente, ver una película. No me estoy refiriendo a que alguna pareja aprovechara la oscuridad para “meterse mano”, que se decía entonces, sino al hecho de que el puertollanero siempre ha sido una persona de comportamiento “interactivo” en el cine, si me permites una expresión actual para describir una conducta del pasado. Si en la película, por poner un ejemplo, actuaba un personaje femenino de aviesa intención, siempre había alguien entre el público dispuesto a aconsejar al protagonista: “¡Mata a esa zorra!...” O tenía preparado en la recámara el típico latiguillo o frase hecha, de modo que si el galán le decía a su amante: “¡Te quiero mucho!”, apenas tenías que esperar un segundo para que gritaran: “¡Como la trucha al trucho!” Si el protagonista conducía por una carretera cuesta abajo y sin control, se escuchaba: “¡echa el freno, Magdaleno!” y así, un largo etcétera… A veces era difícil seguir la trama debido al continuo murmullo. Menos mal que algún espectador de una fila cercana, que ya había visto la película, narraba en voz alta lo que iba a pasar.

Jamás olvidaré el día que fui a ver la película basada en una famosa novela de aquellos tiempos. “Juan Salvador Gaviota” se llevó a la gran pantalla con banda sonora de Neil Diamond, galardonada con varias nominaciones y premios. Aún me parece escuchar las primeras notas de piano y violín —también es verdad que lo acabo de poner en “you tube”—. Lo que sí te puedo asegurar es que en aquel cine de Puertollano nada se pudo escuchar. El público decidió que era una película “lenta y sin argumento”. Sin duda se trataba de “la mala”. Comenzaron a sacar las viandas para merendar, a levantarse e ir al servicio o a comprar “cotufas”, “jovitos” o “panchitos” en el bar del cine. Las “cotufas” o palomitas de maíz se vendían en bolsas de plástico —entonces nadie se preocupaba de la caducidad— y tenían una textura tal que muchos estábamos convencidos de que las fabricaban en ENPETROL. Ante un primer plano de la gaviota-protagonista, se simulaba, desde la anónima oscuridad de la sala, un disparo de escopeta: “¡PUM!” a lo que alguien añadía: “¡a ver si ahora sigues volando, japuta!”. Nunca me habría imaginado que iba a disfrutar de la obra de Richard Bach desde un punto de vista cinegético…

“La buena”, no la recuerdo con certeza. Seguramente era de Bruce Lee. No sé en tu pueblo británico, pero lo que es aquí, Bruce Lee ejerció una influencia cultural sin precedentes, sólo comparable a la que nos legó John Travolta en sus mejores momentos. No era nada extraño ver a un joven en los billares del Llopis imitando las muecas y gruñidos gatunos del Maestro Bruce Lee antes de golpear la bola de billar. También fuimos testigos de más de un desencuentro, debido a alguna disparidad de criterio que se solventó haciendo uso de las Artes Marciales del Maestro. Durante la proyección de este tipo de películas sí que había un relativo silencio. En una ocasión se me ocurrió hacerme el graciosillo y dije en voz alta con cierta socarronería: “¡increíble! Esto tiene más trucos que en una película de chinos…” En seguida se volvieron varias caras hacia mí: “¡Ssshhhh! Si no te gusta ya sabes dónde está la puerta…” Pero ni siquiera Bruce Lee se libraba de la insobornable y despiadada crítica puertollanera. En una escena, el famoso karateka rechazaba los servicios sexuales de una atractiva chica en paños menores. Ante este desplante, un espectador del gallinero nos hizo a todos partícipes de la opinión que le merecía una persona con tal actitud: “¡mariquiiiiiita!”

No eran pocos los esfuerzos de algún salesiano para cambiar este comportamiento. Don Joaquín Moreno nos explicaba —con una mezcla de paciencia y en tono algo burlón— que el cine consistía en una secuencia de fotogramas con una cadencia de veinticuatro imágenes por segundo, hecho que creaba en nuestro cerebro la ilusión del movimiento. Por lo tanto era del todo ridículo hablar en voz alta con aquellas imágenes o exteriorizar nuestras ocurrencias en una sala de cine. Pero toda aquella teoría caía en saco roto y él mismo era testigo de ello en el cine de los salesianos. Sobre todo cuando nos ponían una de aquellas célebres películas de Bud Spencer y Terence Hill. Con motivo de un programa televisivo de deporte para estudiantes llamado “Torneo”, fuimos un grupo de chicos de los Salesianos a Madrid para jugar a “futbito” contra un equipo integrado por chicos de otra ciudad. Acabado el partido, decidió don Jesús, nuestro entrenador salesiano, que fuéramos todos juntos a ver una película en alguno de aquellos impresionantes cines de estreno en la Gran Vía. La imagen de un monstruoso tiburón a punto de devorar a una chica ocupaba toda la fachada. Decidimos ver esa película por unanimidad. Desde el comienzo de la proyección, con aquella inquietante banda sonora de John Williams en “sensurround”, hasta la aparición de los créditos no nos atrevimos a decir ni “mu”, quizá por aquello de que “donde fueres haz lo que vieres”. Así demostramos que los puertollaneros sabemos comportarnos como es debido, cuando queremos.

Perdona si me he extendido demasiado. Son muchos los recuerdos que se agolpan en mi mente y no sabría decirte por qué, pero siento un cierto alivio contándote todas estas anécdotas sobre mi ciudad y mi infancia. Recibe, como siempre, el más cariñoso de los saludos and best wishes para ti y tu familia desde Puertollano, “Faro Industral de la Mancha”.
Antonio Carmona

Antonio Carmona