El mar como destino

Son las 12:33 del Viernes, 3 de Mayo del 2024.
El mar como destino

¿Pero qué estaba yo haciendo allí? Llevaba días, ¿qué digo días?, años, siglos, sintiendo la llamada. Me quedaba meridianamente claro que aquel no era mi Mundo. Quiero decir, no estaba en el meridiano correcto, ni mucho menos en el paralelo adecuado, ¿capichi?... Por cierto, ¿qué idioma habláis por aquí?... Bueno, a lo que iba. Yo, allí, con mis manos sudadas, con mi maletín sobado de escritos farragosos, siempre callejeando por esas aceras tórridas, engañando al calor en aquellos parques urbanos, sentado en un banco bombardeado por las palomas, trascribiendo informes, anotando testimonios, recogiendo observaciones, redactando noticias... Creo, sinceramente, haber cumplido con mi misión. Por eso decidí salir corriendo desde el centro de la Gran Ciudad a la Estación, esa estación inmensa de innumerables andenes que parten en la misma dirección para luego bifurcarse en diferentes trayectorias.

     Yo tenía muy claro cuál era mi trayectoria. “¡Deme, por favor un billete de tren!” “De inmediato. En cuanto me diga su destino.” “Un billete para el primer tren que se dirija al Mar.” “Hay muchos trenes que se dirigen al Mar. Tendrá que ser más concreto.” Para concreciones estaba yo, ¿no te digo? Así que le dejé con la palabra en la boca y me dirigí corriendo hacia las afueras de la Gran Ciudad. Estaba atardeciendo. Me di cuenta de que ya no llevaba el maletín. Me lo habría dejado olvidado en la estación. Ya nada me importaba, solo quería llegar a mi destino. Total, lo que había dentro del maletín no lo iba a entender nadie. Ni siquiera yo lo entendía. Llevaba mucho tiempo corriendo por el arcén de la carretera. Algunos vehículos me pitaban y unos cuantos hicieron el amago de parar con el fin de llevarme a mi destino, pero yo les hacía un gesto para que siguieran su camino. Jamás me habría fiado de un conductor que se detiene para llevar a alguien como yo, do you understand?...

     El caso es que unos kilómetros más adelante, cuando aún se veía la Gran Ciudad a mi espalda, la carretera discurría sobre un puente bajo el cual, en ese momento, pasaba un tren a muy poca velocidad. Seguro que se dirigía al Mar. En este Mundo, las casualidades benignas siempre vienen a pares. Sí, bueno, aunque sólo sea para medio compensar que las desgracias vienen a zorrombullón. Decidí saltar desde la barandilla del puente sobre el techo de uno de los vagones. Sabía muy bien cómo hacerlo, había tenido ocasión de analizar la técnica después de haber visionado cientos de películas durante mi vida. Ya me había descolgado de la barandilla, cuando vi en la lejanía a un hombre con un par de mulas que me gritaba: “¡no lo hagas! ¡Siempre hay otra salida!” No supe a qué se refería. Aquella salida me venía como anillo al dedo. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Por supuesto me despedí desde el techo del vagón y le agradecí el consejo un segundo antes de agacharme para que una viga no me reventara el cráneo.

     El ocaso visto desde el techo de un vagón es una experiencia más que recomendable, believe me! Me relajé tumbado bocarriba sobre la cubierta, mientras observaba el magnífico escenario. Enseguida aparecieron las primeras estrellas y la luna menguante. Me pareció escuchar las conversaciones en el interior del vagón, o quizá eran conversaciones surgidas desde las antenas que se erguían sobre las siluetas de los cerros, o desde los satélites que recorrían el firmamento en un silencio sobrecogedor. Nunca antes había visto un cielo tan estrellado y la verdad es que no supe qué hacer con él. Me hacía sentir demasiado pequeño, demasiado irrelevante. Y pensar que tanta gente se ha orientado mirando a las estrellas… Aunque, como sabes, yo no quería orientarme, tan solo deseaba llegar al Mar, alles klar?

     Más tarde, se me estaban desplomando los párpados de puro cansancio, pero los tuve que abrir otra vez de par en par. Me froté los ojos para asegurarme de que no se trataba de un sueño, dilaté las pupilas, aclaré con lágrimas de emoción las córneas, centré lo mejor que pude la mácula de ambas retinas y me puse las gafas para ver de lejos. Un tren más rápido que el que me estaba transportando a mi destino circulaba por el cielo. Estaba viendo cómo una hilera de decenas de luces recorría el espacio. Se trataba de algo así como el reverso de lo que entonces era mi Mundo. Estaba viendo el techo de un tren, un espejo de mi realidad, de mi tren, de mi destino. También sobre uno de sus vagones había un individuo que se colocó las gafas para ver de lejos y se dispuso a gesticular, profiriendo movimientos que denotaban cierta inquietud, aspavientos desesperados como queriéndome advertir de algo. Me costó escucharle tras aquella cortina de sonidos producidos por mi propio tren y la música monocorde de las cigarras y los grillos estivales. Me increpaba: “el sentido de la vida consiste en…”, pero no conseguía oír el resto de la frase. “¡Todo estaba ahí! ¡Tienes que recuperarlo! En tu maletín se han quedado tus…”

     En ese instante mi tren se introdujo en un largo túnel. Era tan oscuro que podía oír los latidos de mi corazón, tan oscuro que no me permitía dormir, tan oscuro que al final del túnel se percibía, allá a lo lejos, la claridad de la noche lóbrega. Después me dormí. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me despertó un olor azulado-verdoso de algas que se secaban al sol y un rumor de arrecifes ocres donde brincaban todos los nombres del mar. El tren redujo la velocidad. Aproveché para saltar junto al borde de un acantilado y pude ver cómo el convoy seguía su marcha. Una niña con la cara pegada al cristal de la ventanilla agitaba la mano de su peluche para decirme adiós. Bajé a la playa y me metí vestido en el Mar. Me empapé de Mar. Se me desataron los cordones de los zapatos, se me desabrochó el cinturón y se me desanudó la corbata. Fue ciertamente allí donde ahogué mis penas. Bajo el agua cristalina pude por fin respirar hondo… Entonces, a lo que íbamos, Pedro. ¿Se me permite o no se me permite entrar? Por cierto, ¿qué idioma habláis por aquí?...