Libros y Amigos en el infierno

Son las 12:57 del Viernes, 3 de Mayo del 2024.
Libros y Amigos en el infierno
Quiero creer que el Pelos todavía andará por ahí haciendo de las suyas, aunque lo veo improbable. El último recuerdo que tengo de él data de 1984 o 1985, 1986 tal vez –me disculparán que no sea tan cabal en las fechas como quisiera– y me trae a la memoria su cabellera rubia y lacia flameando entre el brillo sucio de su propio sudor y el de la luz llena de polvo que inundaba la galería central de la antigua prisión provincial de Ciudad Real. Serían las once de la mañana aproximadamente. 
      He de añadir, para evitar confusiones, que yo había ido allí a celebrar una función de teatro con otros cuantos compañeros de vocación (vaya usted a saber cuál era el pretexto; quizás se conmemoraba la festividad de la Virgen de la Merced, santísima patrona de los cautivos) y que él se contaba entre los varios inquilinos del establecimiento a quienes se había permitido ayudarnos en el acarreo de la utilería. Ignoro si se debía a que la compañía teatral era de Puertollano, pero el caso es que la mayoría de los presos que nos echaban una mano en tales menesteres también eran o habían sido vecinos de la misma localidad. Todos o casi todos conocidos nuestros, en fin. No obstante, la peculiar camaradería que yo podía mantener con el bueno del Pelos ya venía de largo. Y a eso vamos.
 
 Ocurrió en Toledo. Supongamos que era primavera. Mayo, digamos. La noche era ya calurosa y yo andaba zascandileando en compañía de un amigo por una zona de esas donde la juventud, licenciosa en el mejor de los casos, se abocaba sin reparos a unos tiempos de fuego y ruido. En definitiva: el escenario ideal para darse de bruces con el protagonista de todo esto, su compañera de aventuras y la intemperante nueva peripecia que ambos traían entre manos. No es difícil imaginárselo. Unos saludos precedidos de cierta sorpresa, unos cigarrillos, cervezas –suficientes cervezas, hemos de suponer– y a los diez o doce minutos ya sabemos que nuestros amigos vienen huyendo de la policía. Esa misma mañana han intentado atracar una sucursal bancaria en Valladolid (eran tres; el otro chico no logró escapar)  y en su huída han tomado prestado un coche que, como si tuviese capacidad de decisión, ha resuelto llevarlos hasta el lugar donde ahora nos encontramos. Y no es poca cosa. Nosotros, que ocupamos el piso que un conocido nos ha dejado durante un par de noches, nos vemos en la tesitura de tener que ofrecerles cobijo. Unas horas serán suficientes, dicen. Hasta que amanezca y puedan reemprender el camino que les ha de llevar más allá; siempre más allá. 
 
    No será necesario explicar cómo terminó la noche. A la mañana siguiente, cuando consigo despertar, el Pelos y su compañera ya no están en la casa. No había rastro de ellos más allá de un par de vasos vacíos, unas colillas y un libro. Sí, eso es: un libro. Por cuanto supe, una vez que abandonaron el automóvil robado arramblaron con todo cuanto este tenía en su interior, incluido aquel ejemplar. Sin embargo, ¿por qué un libro? ¿Para qué diablos quería un libro un tipo como él? No creo engañar a nadie si digo que se trataba de una persona iletrada. Dudo incluso que supiera escribir otra cosa además de su nombre. Pero supongo que en el momento de salir pitando no se pararon a mirar qué recogían y qué dejaban. Ante la duda y con las prisas es mejor echarlo todo al saco. Una manta, una botella de agua, un paquete de Fortuna, unas cintas de casetes y, qué sé yo, también un libro. Porque nunca se sabe. De manera que el Pelos, que estaba al tanto de mi trabajo por aquel tiempo en el ayuntamiento de Puertollano, concretamente en el Gabinete de Prensa, pensó acaso que yo sería una persona de letras y que, por consiguiente, deberían interesarme los libros. Eso sería. Aquella misma noche, y en señal de agradecimiento por el favor recibido, puso el libro en mis manos. Y no importa el título. Tampoco lo recuerdo. Sólo sé que era un ejemplar a medio desguarnecer que, según entreví, contaba alguna historia novelada sobre la II Guerra Mundial. No puedo decir más por la sencilla razón de que nunca llegué a leerlo. Ni siquiera sé en qué momento de mi vida llegué a extraviarlo. Quién sabe. En un mundo así, donde regalar libros es un acto de conciencia y eso de tener amigos en el infierno cobra un significado propio, también los recuerdos van y vienen a su antojo.
 
Tal vez la mañana de aquel entonces, cuando nos volvimos a encontrar en la prisión provincial y ya anduviera mediada la conversación entre focos y atrezo, el Pelos se acordase de nuestro encuentro en Toledo y me preguntase si me había gustado el libro. Y tal vez le respondiera que sí. ¿Qué otra cosa si no? Después de todo no mentiría demasiado. Seguro. Yo tenía poco más de veinte años y una cosa era indudable: me encantó aquella novela.
 
Chema T. Fabero