Mi infancia son recuerdos de un patio de Salesianos

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Son las 09:34 del Jueves, 28 de Marzo del 2024.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Salesianos

Puertollano es una ciudad mucho más conocida de lo que pensamos. Siempre que viajas a cualquier enclave de nuestra geografía nacional y te preguntan de dónde eres, si pronuncias la palabra “Puertollano”, no necesitas dar ni una explicación más. Enseguida te dicen que han estado aquí o que conocen a alguien que ha estado. Puede ser que tengan a algún conocido o amigo en su propia ciudad, nacido en Puertollano o que haya permanecido en nuestra ciudad durante un período de su vida —en los “montajes”, por ejemplo—. También cabe escuchar frases como. “No, si los padres de mi “cuñá” son de allí. Y anda que... menudos...” Y como te lo dicen agitando la mano derecha y, al mismo tiempo, sonriendo con cierta malicia, nunca estás del todo seguro a qué se refieren. Lo que sí queda claro es que de alguna manera nos consideran especiales.

 

 

Con todo, mi vida, incluyendo buena parte de mi infancia (desde los 7 años), ha transcurrido aquí. Si yo fuera Antonio Machado (pero… ¡no!), tendría que haber comenzado su famoso poema “Retrato” con aquel verso: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Los Salesianos...” Nuestra generación dedicaba más horas a las aulas y patios de Los Salesianos que a su propia casa, y eso debe haber dejado un imborrable legado en nuestra personalidad y comportamiento.

Es difícil olvidar los recreos en el campo de fútbol de arena (para desazón de nuestras madres). Hoy un lugar irreconocible tras las últimas reformas, donde se celebraban durante esos minutos de recreo docenas de anárquicos partidos a la vez. El acontecimiento deportivo tenía lugar tras la frase mágica con la que un grupo de colegiales interpelaba a otro grupo: ¡Os echamos un “deSÁfio”! Entonces se le pegaba un “berrío” al balón hacia el cielo y así comenzaba un encuentro sin árbitro, y sin más ley que la que se iba improvisando de forma espontánea.

Era nuestro punto de encuentro también durante los periodos festivos o de verano. Irreductibles ante las altas temperaturas, quedábamos después de comer para jugar una “revolotera”. En ocasiones, nos veía jugar D. Anselmo, único salesiano que se atrevía a salir al mundo exterior a esas horas tan intempestivas. “¿Pero qué hacéis?... ¡Con la que está cayendo, Dios mío!” Y se llevaba el dedo índice para girarlo sobre su sien, opinando de esta manera sobre nuestro estado mental. Después de jugar, saciábamos nuestra sed en alguna de sus fuentes. Uno de nosotros presionaba el mando del grifo, mientras los demás iban metiendo la cabeza bajo el chorro para refrescarse.

Durante algunos veranos se puso en marcha la piscina situada junto al campo de fútbol. El correcto funcionamiento de la depuradora sí que supuso un auténtico “deSÁfio” para más de un salesiano. Un gran árbol extendía sus raíces hacia la depuradora en su obsesivo afán por succionar el agua con la que alimentarse. Allí teníamos un claro ejemplo de la dualidad opuesta en un mismo ser. Lo positivo y lo negativo como partes constitutivas y irrefutables de un solo individuo viviente. Aquel árbol daba por arriba una sombra dilatada y fresca donde solazarse. En cambio, por abajo daba por... entorpecer la buena marcha de la depuradora. Nosotros, entonces niños, ajenos a tan profundas especulaciones metafísicas, saltábamos desde el trampolín haciendo todas las piruetas habidas y por haber. Luego nos secábamos al sol, mientras planeábamos nuestras próximas fechorías. Si encontrábamos un rincón lo suficientemente solitario, encendíamos un “sombra” y nos lo fumábamos entre todos y entre toses. Siempre con la extrema precaución de jamás sujetar el cigarrillo con la mano izquierda, síntoma incuestionable de feminidad.

Hace unos años me acerqué a los Salesianos. La plaza de María Auxiliadora, que aún la recuerdo sin asfaltar. Ahora está cercada por altos edificios, restando protagonismo a la iglesia y, para colmo, no encuentras sitio donde aparcar. En la oficina de Antiguos Alumnos me trataron con mucha amabilidad. Compré allí un libro sobre los Salesianos editado con motivo de su 50 aniversario. “Vienen muchas fotos” —me dijeron— “a lo mejor sales en una de ellas”. Por increíble que parezca, efectivamente enseguida me reconocí en una. Fue una carrera celebrada en el Paseo de San Gregorio. Yo iba luciendo orgulloso mi camiseta de Los Salesianos. Recuerdo el momento con claridad. Nuestros máximos oponentes eran los chicos de “El Poblado”. Ellos eran mucho más guapos y sobre todo iban mejor peinados y equipados que nosotros. También vivían en Puertollano, pero a nosotros nos parecía que venían de otra ciudad, envueltos siempre en un aire peculiar que los hacía diferentes. Ahí, en la foto, surgía mi imagen sin demasiada nitidez, como un fantasma del pasado empeñado en aterrorizarme con la más temible de las armas: el vertiginoso paso del tiempo. Era imposible que nadie me reconociera en esa foto entre el grupo de jóvenes corredores.

Luego me dirigí lo más deprisa que pude a casa para enseñarles el libro y la foto a mi mujer y mis hijos. “¿Ese eres tú, papá?... ¡Con 12 años sí que tenías pelo!” Han escuchado con atención todo lo que les he contado sobre la carrera y otra docena de anécdotas ocurridas en aquellos años. Y sin embargo, no acaban de identificarme con ese chico de la foto, ese chaval con el pecho hinchado y lleno de esperanza e ilusión, sin miedo a lo que haya más allá, a lo que nos depare el futuro. Y quizá tengan razón. Quizá ese ya no sea yo.

 

Antonio Carmona