Palabras, palabros, palabres

Son las 10:11 del Viernes, 3 de Mayo del 2024.
Palabras, palabros, palabres
     La lengua está formada por palabras y expresiones que jamás permanecen quietas ni se dejan atrapar. Cuando una nieta escucha hablar a su abuelo, se queda perpleja ante algunos vocablos. “Anda, coge estas monedas y échalas a la alcancía”, le decía mi padre a mi hija. Ella, por supuesto, las cogía de inmediato. Sabía que eso era “el dinero” (los duros, los cuartos, las perras, el peculio, la pasta gansa, el parné),  con el que se conseguían chuches o cualquier otra cosa que en ese momento despertara su interés, pero no se enteraba de dónde tenía que echar las monedas. “¡En la hucha! El abuelo llama “alcancía” a la “hucha”, le aclaraba yo. En cuanto los abuelos se dan cuenta de que sus palabras sorprenden a esa segunda generación, se aferran aún más a un vocabulario viejuno. Lo exageran, si hace falta. Algo en su interior les hace sentir que la solera de su habla conforma su mundo, ese mundo que día a día han visto languidecer hasta casi extinguirse. Un extraño instinto de supervivencia les empuja a ansiar el retorno de su identidad en declive, encarnándola en esos personajillos: hombres y mujeres en ciernes.
 
     En el fondo, todos sabemos que eso no va a ocurrir. A la lengua no hay quien la sujete, ni siquiera es posible “guiarla”. La lengua es un torrente que no conoce la erosión remontante. Rara vez mira hacia atrás. Se podría decir, en todo caso, que es ella la que nos “tiene”, la que nos determina o, al menos, influye en nosotros a la hora de percibir la realidad que nos rodea. No os sorprenda escuchar a un antitaurino usar expresiones del tipo “a las primeras de cambio”, “atarse los machos”, “hasta la bola”, “cambiar de tercio”…, y no digamos el sempiterno “¡olé!” encastrado en nuestro mapa genético, como quien dice. Todos hemos dicho, cuando la situación lo demandaba, “esto es una merienda de negros” o “te han engañado como a un chino”, evidenciando la ignorancia de una sociedad que había heredado la impresión y el convencimiento de la supuesta inferioridad de ciertos grupos humanos.
 
     Es del todo evidente que cuando surgen profundos cambios sociales, también cambia nuestra manera de hablar. ¿O son acaso las variaciones en nuestro lenguaje las que provocan el cambio social?... Durante la Revolución Francesa se impuso un calendario (republicano) diferente al tradicional, con otras denominaciones y conceptos. No tuvo ningún éxito. Se podrían dar docenas de ejemplos similares a éste con idéntico y fallido resultado. El peso de la tradición conviene medirlo en toneladas y quintales para comprender su fuerza gravitacional sobre el pueblo, aunque el ser humano también ha demostrado en múltiples ocasiones que sabe cómo zafarse del yugo de la costumbre o la tradición, cuando una mayoría social ya no le encuentra ni la gracia ni el sentido.
 
     Ahora que hemos vociferado la indiscutible igualdad entre ambos sexos en nuestra sociedad, solo cabía esperar el desafío de una nueva revolución lingüística ante la que todos hemos sido convocados para “tomar partido”. Por un lado, esos paladines que de inmediato esgrimen la espada de la “Regla Gramatical”, como si de una ley natural se tratara: el vapor de agua se condensa a cierta temperatura y presión, transformándose en lluvia. Una ley indiscutible basada en parámetros mensurables. Cualquiera de estos paladines mantiene cinco minutos después, sin despeinarse, hablando sobre cualquier otro tema, que la ley está hecha para servir a la humanidad y no la humanidad para servir a la ley. En el caso de la lingüística, sin embargo, la regla se toma como un precepto sagrado o una ecuación matemática.
 
El masculino abarca los dos géneros (el femenino nunca abarca al masculino, otra de esas curiosas casualidades típicas de una sociedad patriarcal). A nadie le choca que un grupo de investigadorEs, compuesto por tres mujeres y un hombre, aparezcan en los titulares como “cuatro investigadores”. Tampoco choca que ÉL se refiera al grupo como “nosotrOs”. ¡A NADIE LE CHOCA! ¡Es que SIEMPRE ha sido así! Igual de sagradas serían las reglas lingüísticas con las que vasallos y súbditos se dirigían al señor feudal, dueño del castillo. Actualmente, las palabras “vasallo” y “súbdito” se han vaciado de significado y contenido, y aunque quede por ahí algún que otro “señor del castillo”, no puede dirigirse a sus conciudadanos en los términos y expresiones que usaron durante siglos. En aquellos oscuros años de la Edad Media, no creo que a nadie se le pasara por la imaginación que algo así podría ocurrir algún día. Es por esta razón por la que esos defensores a ultranza de las reglas gramaticales no parecen que estén participando en un debate sobre lingüística, sino sobre ideología. Más aún cuando usan a la RAE como escudo defensor, institución que no se cansa de argumentar que sus miembros no construyen la lengua, sino que dan fe (entre otras muchas encomiables actividades) de lo que nosotros, los hablantes, decimos y escribimos. Nosotros podemos decidir qué genero abarca a qué otro y en qué casos. Eso, a la RAE, se lo tenemos que dar solucionado. Esta supuesta “economía del lenguaje” parece más bien una especie de miedo ancestral a que las cosas dejen de ser como siempre han sido.
 
     A ideología pura y dura huele también esa obsesión por imponer ciertos términos para “remendar” una situación injusta. Nos retrotrae al mes “nivoso” de la Revolución Francesa que antes mencionábamos, para no pronunciar el “enero” del calendario gregoriano. También a lo largo y ancho de nuestra chamuscada cainita España se penalizaba (término suave si tenemos en cuenta lo que podría ocurrir al infractor) a quien dijera “¡adiós!” en vez de “¡salud!”, como si el cambio de un saludo pudiera influir lo más mínimo en tus creencias más arraigadas. En cuanto te intentan “enseñar” palabras de nuevo cuño, solo hay que mordisquearlas ligeramente para comprobar que no son de “curso legal”. No es de extrañar que la creación de términos como “niñes”, “elles” o “nosotres” produzca hastío, cuando no sonrojo o vergüenza ajena. Se inculca un “lenguaje de inclusión” a toda prisa, que en realidad solo pretende e incluso consigue excluir cuanto antes a quien no piense como yo. Por traer a colación otro paralelismo histórico, quizá algún lector de estas líneas, que tenga ya una edad, recuerde aquel anuncio de una gaseosa famosa en nuestro país, cuya consigna era: “IL RIFRISQUI SICRITI”. La implantación de esta novedosa terminología resultaría igual de jocosa, si no fuera porque algunas personas se la toman demasiado en serio.
 
     Como tantas veces ocurre en política, se emplean horas y horas en debatir sobre quién y desde dónde se ha lanzado la piedra. El fragor de estas estériles discusiones suele dejar de lado el nimio detalle de a quién ha escalabrado el pedrusco y la urgencia de auxiliarle. Es imposible poner diques al flujo de la lengua e igualmente inútil canalizarlo a toda prisa para que riegue cuanto antes el campo de mis idearios. Convendría, de vez en cuando, centrarse en el verdadero problema, dejarse de reglas gramaticales, terminologías más o menos exóticas y otras monsergas, para trabajar un día sí y otro también en la verdadera igualdad de derechos y deberes para ambos sexos. Ya veréis como el flujo lingüístico acaba por encontrar su propio cauce. Siempre lo hace.