Amigos de la infancia

Son las 22:23 del , 5 de Mayo del 2024.
Amigos de la infancia

A mi amiga Jovita Vozmediano,

que gusta de viajar a su infancia.

 

 

     Los amigos de la infancia son irreemplazables. E inolvidables, ellos y sus nombres. No necesito cerrar los ojos para recorrer nuestras calles y recuperar las fachadas y el interior de sus viviendas, sus rostros y expresiones, sus risas y sus llantos me son familiares. No faltaba quien iniciase el cometido de ir casa por casa para reclamar a cada uno de nosotros que saliera a la calle, el único escenario de nuestros juegos. Los juegos no sabían de espacios cerrados, precisaban el cielo, el viento, los charcos, el polvo, el aire libre. Y así, se iba formando la pandilla, numerosa y anárquica, y si alguno faltaba porque estaba malo o estaba ausente o estaba castigado, se le echaba de menos y no era lo mismo. La felicidad no existe, ahora sabemos que es un mero consuelo de nuestro sufrimiento. Sin embargo, entonces nos sentíamos felices cuando estábamos todos juntos bajo el sol o la lluvia, azotados por las inclemencias del tiempo, irredentos banduendos. El mundo y la vida orbitaban a nuestro alrededor ofreciendo sus promesas.

     Los años finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo pasado fueron duros. Es de temer que la felicidad que a los niños nos llegaba sin esfuerzo no alcanzara a nuestros padres, permanentemente atareados en el afán de remontar cada jornada. Claro está que eso tenía sus ventajas: solo se preocupaban por nosotros en caso de manifiesta necesidad y nos dejaban libres para que no estorbáramos, lo que nos permitía acomodar nuestras vidas a nuestras reglas. Aprendíamos a protegernos a nosotros mismos, sacando las uñas o escondiéndolas en función de las circunstancias y del adversario. A ninguno se le ocurría pedir intercesión a sus padres ante los palos del maestro (que estaban a la orden del día), la pelea con el rival de turno (con una frecuencia de días alternos) o los reveses de la realidad. La vida no resultaba fácil tampoco para nosotros pero enseguida se aprendía que no había donde elegir y que era uno mismo quien debía hacerle frente.

     ¡Amigos de la infancia! ¡Os recuerdo como si os hubiera visto ayer!

     Amelio guardaba un misterio, vivía con sus tías en lugar de con sus padres. Hay que decir que era el abusón de la pandilla, algo de lo que no se alardea pero alguno tenía que cumplir el papel. Era listo y culto, nombraba a Paul Newman diciendo Polniuman en vez de Paulnevan, leía libros que no eran los de la escuela, escribía redacciones que sacaba de su cabeza y sorprendía con su opinión de que estudiar era equivalente a trabajar. Desapareció pronto sin dejar rastro.

Joaquinín era el blanco preferido de nuestras burlas. Un alma de dios que soportaba las afrentas con estoicismo. Poseía una colección de motes de los que no se defendía. Invariablemente, los percances se cebaban con él, ¡lo que no le ocurriese a Quinín! Despertaba compasión. Sus cuatro hermanas fueron las primeras mujeres objeto de nuestros deseos. Tras emigrar a Valencia, falleció de un ataque al corazón.

     Pedro y Ricardo, hermanos. El mayor, destilaba sentido común como aceite el enebro. Se le escuchaba en silencio. Ricardo, el pequeño, era el mejor portero cuando jugábamos al balón, uno de los primeros en ser elegidos al formar los equipos. Tan bueno, que se ganó el apodo de “muñequito de goma” porque hacía paradas tirándose al suelo repleto de piedras y al instante volvía a estar de pie como si nada. Fue memorable su actuación en el “desafio” en que los hijos de ferroviarios del Muelle solo nos ganaron por diez a nueve. Emigraron a Madrid.

     Aurelio Antonio, el “Yeyo”, era como un hermano mayor, protector de los débiles. No se le caía la sonrisa de la cara ni perdía su generosidad. Su hermano Ricardín permanecía postrado en una silla de ruedas con su cuerpo contrahecho y solo emitía gritos que encogían el alma. Su padre murió joven y él contaba que en el lecho de muerte pidió un cigarrillo, la causa de su enfermedad. Falleció quizá más joven aún que su padre.

      A Jesús le llamábamos, no sé por qué, Corpus. Guapito y bien aseado, supo encandilar a Isabelita, que alimentaba mis sueños. Fue dejar los salesianos y entrar en el instituto en cuarto de bachillerato y malearse. De forma que su padre le aplicó la medicina al uso: si no quieres estudiar, al campo con el ganado. Volvió seco y renegrido tras el verano. Ahora se le ve bien temprano caminando con su mujer, siempre tomados de la mano.

     Ramoncín, Antoñito y Adolfín, los “puros”, porque son poca cosa y su madre es la señora Pura. Enternecedores y pobres (no mucho más que el resto) calzados con botas katiuskas que les dejaban cercos rojizos en las pantorrillas. Antoñito le daba bien al balón y tenía una mirada ausente que demandaba algo. Uno de los días que hicimos toros (entonces no existían los novillos, directamente se tomaba la alternativa) su madre preguntó por qué volvían tan tarde de la escuela y Adolfín, en su inocencia, contestó: “No, si no hemos ido”. A los gritos de la madre, salió el padre al patiejo desabrochándose la correa al tiempo que los acompañantes poníamos pies en polvorosa. Los llantos se oían desde lejos. La familia emigró a las minas de Utrillas, en Teruel.

     Luisfer posee una bicicleta de tamaño infantil, un auténtico tesoro de la época. El tiempo mejor empleado es pedirle que te deje dar una vuelta y esperar por si lo permite. Si lo hace, nunca el tiempo pasa más rápido que cuando la conduces. Es un  niño distinto, nunca juega al balón, pasa las tardes entre los animales de sus tíos labradores. En su casa hay una fragua y un taller de modistillas que nos sacaban los colores. Falleció joven de cruel enfermedad.

     Santos tiene una madurez impropia de la edad, hasta el punto de que se encarga de recaudar la tasa en el lavadero público de su abuelo al lado de la vía del trenillo de Calzada, un duro por lavandera y no se esconda usted que la he visto. Sorprende que no practique la sisa. Gasta buen trato con el balón y milita en los infantiles del Calvo Sotelo como centrocampista, palabras mayores. Pronuncia  Diestéfano viendo una “e” que los demás no vemos en Di Stéfano.

     Manolo, Pedro y Pablo viven en la corrala ubicada junto a la prensa del aceite. No pueden negar que son hermanos, comparten un carácter belicoso que reta a los demás y el empeño de ir más allá de lo que aconseja la prudencia. Es preferible que formen parte de tu equipo y no del contrario. No hay que negarles sus buenos momentos. Emigraron al norte.

     Cesáreo y Alberto viven en la misma corrala. El mayor es calmado y algo solitario. Alberto juega bien al balón, bregador incansable. Con esos mimbres, su hijo llegó a militar en el Real Madrid. Alberto ha estado vinculado al fútbol local. Continúa residiendo en la ciudad.

     Agustín, conocido como “Tinaco”, es algo mayor que los demás y comparte características con “Yeyo”, alguien a quien recurrir ante los abusos. De conversación pausada, dispensa a los más pequeños un trato respetuoso y aleccionador: a uno que no estaba satisfecho con la pluma estilográfica que le echaron los Reyes le cambió la percepción con solo decirle: “Qué bien. Estarás contento”. Falleció hace un par de años.

     Las correrías de la pandilla tenían como escenarios principales la explanada frente a la estación ferroviaria  -plaza Ramón y Cajal-  y la calle Ancha. De ahí se extendían a las explanadas del Muelle –actual estación del Ave- y del embarcadero de ganado, cerca del “parapeto”; a la calle Cruces, ideal pista de carreras con el patinete; a  las afueras de la población: los peñones del cerro de Santa Ana, la vía del trenillo, el río Ojailén y cualquier charca susceptible de remojarse en verano. Cualquier lugar que no tuviera puertas resultaba apropiado para dejar volar la imaginación.

     Casi todos los amigos de la infancia están hoy ausentes. Entonces no sabíamos que la vida manejaba las cartas a su antojo y que no resultaba fácil llevar una buena mano. Desconocíamos que por mucho que se piense cómo jugar cada baza, el azar o el destino o lo que cada uno considere, arrebata tus más valiosos triunfos. Y así, ahora, avanzamos  sacando fuerzas de flaqueza para no quedar a merced de la deriva.

     Amigos de la infancia: perdonad la tristeza. El recuerdo permanece inmarcesible.

 

 

Eduardo Egido Sánchez   

    

       

    

Eduardo Egido Sánchez