Juegos en la calle

Son las 22:23 del , 5 de Mayo del 2024.
Juegos en la calle
Los niños de mediados del pasado siglo jugábamos en la calle como escenario exclusivo. Y los juegos que practicábamos respondían a un carácter de austeridad, el lujo en los elementos materiales utilizados brillaba por su ausencia. Así pues, en primavera, verano, otoño e invierno, la tropa infantil ganábamos la calle sin reparar en las condiciones climáticas de la jornada ni en el día de la semana -aunque de lunes a viernes la asistencia a la escuela mermaba lamentablemente las horas lúdicas- y nos entregábamos a infinidad de juegos en grupo hasta que la noche y la deficiente iluminación de las calles nos obligaba a interrumpir la actividad. Poco después, las madres llamaban a sus hijos a voz en grito reclamando su presencia en casa y el aviso se hacía extensible a todos. Desbandada general: mañana a la misma hora y en el mismo sitio.
 
En los juegos de la infancia participaba todo el mundo sin excepción, lo que no quiere decir que todos los jugadores fuesen iguales. Existía una escala basada en la fortaleza física o habilidad -los dos componentes más valiosos a tener en cuenta tanto en los juegos de equipo como en los individuales- que distinguía a unos de otros. Por lo general, quien destacaba en un juego brillaba también en los restantes. Ciertamente, algunos juegos no estaban exentos de violencia y la peor parte se la solían llevar siempre los mismos, que soportaban su condición de víctimas con una entereza conmovedora y admirable. Estar revestido de una dura piel era moneda corriente en los niños de la época. Porque, además, llorar llevaba aparejado el escarnio general. Como repetía don Remigio en la escuela del Palomar: “Un hombre no debe llorar aunque se vea con las tripas en la mano”. 
 
Había juegos que no necesitaban ningún instrumento para su práctica, para otros bastaba con objetos de uso corriente (la correa del pantalón, un bote de conservas de hojalata, el hueso de vaca o cordero llamado taba, un clavo de grandes dimensiones…) y algunos que requerían determinados medios de escaso coste. De manera que ninguno quedaba fuera de nuestro alcance por no poder conseguir los medios materiales requeridos. En consecuencia, ignorábamos la frustración a la hora de elegir el juego que nos apeteciera, ya que tampoco disponían de mecanismo alguno de funcionamiento susceptible de avería. El mecanismo se alojaba dentro de nuestro cuerpo.
 
La mayor parte del tiempo nos dedicábamos a jugar al fútbol, que entonces llamábamos jugar al balón. Los partidos comenzaban con la elección de los dos equipos mediante el procedimiento del “monta y cabe”: Los dos capitanes se separaban unos metros entre sí y avanzaban alternativamente dando tres pasos con el talón de un pie pegado a la puntera del otro hasta que uno de ellos lograba que su pie montara en el propio y en el del adversario y también cupiera perpendicularmente entre ambos, ganando el derecho a elegir en primer lugar. Si el partido se disputaba entre equipos de barrios distintos recibía el nombre de desafío, palabra a la que suprimíamos la tilde. Quien poseía un balón -eran de goma y se compraban en casa Timoteo de la calle Aduana- se ejercitaba dándole toques con el pie, la rodilla o la cabeza evitando que cayera al suelo. Con una pelota del gorila -popular marca de zapatos que las regalaba con su compra- se jugaba a la quiniela, donde cada jugador se denominaba con el nombre de un equipo de fútbol y al ser nombrado cogía la pelota depositada en el suelo y la lanzaba contra otro jugador; si acertaba sumaba un punto, si fallaba lo restaba. También se jugaba con una pelota pequeña al elemental peloteo, que consistía en tirar la pelota contra los demás jugadores intentando golpearlos.
 
Los juegos más populares con algún objeto eran la taba (el mencionado hueso de animal), que admitía variantes: el rey y la correa, con el que se descargaban correazos en distintas partes del cuerpo y cuyo mayor castigo resultaba el “paseíto de bocacañones”; también servía la taba para jugarse los cromos de futbolistas. Con una correa se jugaba al cimiliperra (cimiliperra, cantaba la perra y el arbolito era de esta manera). El bote-bote (lagartija con bigote) se jugaba con un bote de hojalata, por lo común de conserva de tomate, y consistía en que “el burro” o jugador que “se quedaba” debía localizar al resto de jugadores que estaban escondidos y gritar “bote-bote por fulano” hasta localizarlos a todos; si algún jugador conseguía darle una patada al bote mientras el burro se encontraba alejado de él buscando a los demás, liberaba a los descubiertos y el juego empezaba de nuevo. Juegos de carreras sin utilizar objeto alguno eran el rampabío, el rescate, la maya (alza la maya por todos mis compañeros y por mí el primero), el escondite, el topao, el cortahílos, las cuatro esquinitas, el pañuelito, carreras a la pata coja, la carretilla, hacer el pino y correr cabeza abajo andando con las manos, etcétera.  
 
Otros juegos con objetos eran el trompo, con distintas variantes: lograr sacar monedas de un círculo empujándolas con el trompo girando; partir el trompo del rival en pedazos (la capugana), o coger el trompo con la mano (si hacía cosquillas se decía que estaba sedoso, si hacía daño, estaba casca, en cuyo caso había que pulir la púa frotándola en los bordillos de las aceras). Las bolas o canicas también admitían diversos modos de jugar con ellas, en unos casos agachados (la cuarta) y en otros de pie (el moco); la variedad de bolas era considerable por su tamaño (bolones, bolas o bolindres), su composición (de barro, mármol, cristal, madera, hierro…) o su color. Los cromos más usuales eran los de  jugadores de fútbol, aunque existía gran variedad temática; era necesario completar el álbum y siempre había algún futbolista que “no salía” es decir, escaseaba. Los cromos repetidos nos los jugábamos a la suma, a la resta y a la multi(plicación) según el número de letras de los nombres de los futbolistas. Los platillos de las bebidas los rellenábamos con jabón, les colocábamos la foto de un ciclista y un cristal y jugábamos a llegar a la meta. Los tilanes eran unos clavos grandes de hierro que había que clavar en un montón de arena según un determinado orden en función de su dificultad. Los palillos exigían habilidad para rescatarlos del montón. Caminábamos o corríamos por la calle con un aro de hierro o madera rodando mediante golpes con un palo o conduciéndolo con el guiador. Nos lanzábamos calle abajo sentados en el patinete construido con una plancha de madera y ruedas de rodamiento. Golpeábamos el mocho con la tabla procurando ponerlo lejos del alcance de quien perseguía agarrarlo al vuelo. Armábamos coloristas cometas con cañas, papel de seda y largas colas de tiras de trapos y las hacíamos volar hasta quedar suspendidas en el aire.
 
No se precisaban objetos para jugar a la pídola, bastaba con un jugador haciendo de burro que, agachado, se iba alejando de una raya pintada en el suelo mientras los restantes jugadores tenían que salvar la creciente distancia y saltar por encima del burro mediante una media, una entera, una bomba, un trebolillo o un trebolillo doble. Con un burro también se jugaba a la corrida de toros y al borriquito pelo descuidado. Tampoco se precisaban instrumentos para jugar a la gata paría (sentarse todos los que cupieran en el umbral de una puerta e intentar desalojar a alguno metiéndose otro en ese espacio), el moscardón, la tía morcillera (la tía morcillera pasó por aquí / vendiendo morcillas en un celemín / la llamo, la llamo y no quiere venir / morcillas tarangas se venden aquí / aceitero, vinagrero, ras con ras, / amagar y no dar / dar sin reír / dar sin hablar / un pellizquito en el culo / y echar a volar), el pulso enfrentaba a los gallitos de la pandilla y también su variante, el pulso gitano.
 
Esta infinidad de juegos estaba permanentemente a nuestra disposición, solícita a nuestro requerimiento. Todos ellos conseguían el efecto de unir a la pandilla y de llenar el tiempo de ocio, al que nos entregábamos en cuerpo y alma. Cuando bien entrada la noche cada uno se retiraba a su casa, podía estar seguro de que un sueño reparador acudiría nada más cerrar los ojos. El aire libre, los amigos y los juegos colmaban nuestras expectativas infantiles.
Eduardo Egido Sánchez