Modelos para tiempos difíciles

Son las 12:10 del , 5 de Mayo del 2024.
Modelos para tiempos difíciles

     Vivimos tiempos difíciles. Sus señas de identidad son el miedo, el sufrimiento y la desconfianza. Miramos alrededor y faltan asideros, no sabemos dónde aferrarnos para resistir la cascada de malas noticias, el continuo retroceso de lo que parecía ser avance, la marejada donde las olas –y van tres- se suceden sin solución de continuidad. Falta aire para poder respirar entre embate y embate. A veces pareciera que no hay otra alternativa que dejar la mente en blanco y abandonarse a la corriente. Ahora especialmente, necesitamos modelos que nos muestren el camino a seguir, seres humanos que pusieron de manifiesto en su vida una determinación sin concesiones para superar las adversidades.

     Afortunadamente, encontramos un amplio muestrario en la historia de la humanidad. Propongo cuatro: Ernest Shackleton, Hellen Keller, Tersipo y Lawrence Oates. Los dos primeros han pasado a la posteridad por su afán de superación y resistencia a prueba de infortunios. El tercero y el cuarto por un hecho relevante que saca a relucir  el indomable coraje humano ante situaciones extremas.

    

     Ernest Shackleton (1874-1922) encabezó en 1914, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, una expedición de 27 hombres hacia el Atlántico Sur  en busca de un objetivo nunca antes logrado: realizar un recorrido a pie por la Antártida. Para reunir a la tripulación publicó el siguiente anuncio: “Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Mucho frío. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. Un anuncio que tenía como destinatarios a héroes sedientos de gloria con desprecio de la propia vida. Sobraron candidatos, eran otros tiempos, eran otros hombres. Después de cinco meses de travesía, alcanzaron el helado mar de Weddell donde su embarcación, el Endurance (Resistencia), quedó atrapada por el hielo y la tripulación abandonada a su suerte.

     La situación se prolongó durante veinte angustiosos meses, sabiendo que nadie acudiría en su auxilio porque el mundo estaba en guerra, conscientes de que solo contaban con sus propios recursos. En ese largo periodo de tiempo, soportando unas condiciones extremas de vida, Shackleton puso de manifiesto sus dotes de liderazgo para que la convivencia no saltara por los aires, para que la desesperación no hiciera mella guiada por los negros presagios que barruntaban los expedicionarios. El excelente libro “Atrapados en el hielo” de Caroline Alexander, cuenta con todo detalle la excepcional odisea, con impactantes fotografías que reflejan la vida cotidiana de aquellos hombres para no rendirse ante la descomunal fuerza de la naturaleza y sus inhumanas credenciales climáticas. Fiel a su máxima “Iré a cualquier sitio siempre que sea hacia adelante”, Shackleton acometió con sus hombres más capaces dos fracasados intentos casi suicidas para alcanzar una zona habitada. La descripción de estas intentonas dibuja el temperamento de quienes no se arredran ante las condiciones más adversas, de quienes no retroceden ante la improbabilidad de lograr su objetivo. A la tercera fue la vencida. Siempre partía con la promesa de regresar para poner a salvo a la expedición completa. Cumplió con su palabra. No murió ni un solo hombre. Todos reconocieron que de no haber sido por la determinación de su jefe, su destino hubiera sido muy distinto. Una frase del poeta y dramaturgo inglés Robert Browning, fue la elegida por Shackleton para su epitafio: “Yo sostengo que un hombre debe luchar hasta el final por el precio en que ha fijado su vida”.

 

     Hellen Keller (1880-1968) nació con toda normalidad pero a los 19 meses contrajo unas fiebres que los médicos de la época no supieron diagnosticar –posiblemente escarlatina o meningitis- que le provocaron ceguera y sordera. Desde ese momento su infancia se convirtió en fuente de sufrimiento para ella y para sus padres, hasta que estos, providencialmente, contactaron con la institutriz de personas con discapacidad Anne Sullivan, de 20 años, que también padecía deficiencia visual. A partir de entonces se inicia una relación entre ambas mujeres, a veces turbulenta y siempre de una singularidad que rompía barreras, que se mantendría durante casi cincuenta años. A pesar de la dificultad de Hellen para contactar con el mundo exterior, Anne logró que aprendiera a hablar, leer y escribir a través de un método original nunca antes experimentado. El aprendizaje de la alumna ya no conoció techo hasta lograr licenciarse con honores en la Universidad en estudios de Arte, convirtiéndose en la primera persona sorda y ciega en alcanzar la titulación.

     Su voluntad de perseverar en el aprendizaje la convirtió en escritora, oradora y activista política hasta los últimos años de su dilatada vida. En compañía de Anne viajó por todo el mundo impartiendo conferencias en las que exponía su propia superación con objeto de estimular a las personas con distintos tipos de incapacidades, insistiendo en que el ser humano puede superar sus carencias por importantes que sean. También apoyó a lo largo de su vida los derechos de otros colectivos desfavorecidos, de las clases trabajadoras y de las sufragistas, que reclamaban el voto para la mujer. Escribió su biografía, que cosechó un éxito extraordinario y se difundió por todo el mundo. Asimismo, la película “El milagro de Ana Sullivan” del director Arthur Penn, estrenada en 1962, aún en vida de Hellen, tuvo una amplia resonancia consiguiendo varios  premios Oscar y otros importantes galardones en certámenes de todo el mundo, así como una gran acogida del público.

 

     Tersipo (+490 a.C) participó en la batalla de Maratón librada en el año 490 a.C entre el ejército persa del poderoso rey Darío I, formado por treinta mil soldados, y el ejército ateniense comandado por el general Milcíades, compuesto por once mil soldados. Tuvo lugar en las llanuras de la población de Maratón, en las proximidades de Atenas. Esta batalla supuso el final de la primera de las Guerras Médicas, así llamada porque los atenienses denominaban medas a los persas. La desproporción de fuerzas entre ambos ejércitos –el rey persa concibió el ataque como una operación de castigo- provocó que la victoria ateniense contra todo pronóstico se convirtiera en un hito militar de la Antigüedad.

     En nuestros días esta batalla es recordada por la proeza de Tersipo (según el historiador Plutarco) o Filípides (según el historiador Luciano) que recorrió a la carrera la distancia de 42 kilómetros que separan Maratón de Atenas para anunciar la victoria. Era esencial que los habitantes de Atenas supieran que su ejército había derrotado al persa porque éste, en franca huída, se dirigió en sus naves para refugiarse en un lugar cercano a Atenas. Milcíades temía que los ciudadanos atenienses al ver a los persas creyeran que su ejército había sido derrotado y se rindiesen. Por ello urgía comunicarles la victoria para que se hicieran fuertes en la ciudad. Tersipo corrió más veloz que nunca, consciente de la importancia de la noticia que portaba. Su extraordinario esfuerzo lo extenuó hasta el punto de que tras exclamar “Hemos vencido” cayó fulminado. A cambio había librado a sus conciudadanos del saqueo de la ciudad. En su memoria se instituyó la prueba atlética del maratón en los primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna, celebrados en 1896.

 

     Lawrence Oates (1880-1912) formó parte de la expedición de Robert Scott al Polo Sur, cuyo objetivo era alcanzar por vez primera ese punto geográfico. La dureza del viaje de ida puso de manifiesto que Lawrence descollaba como  uno de los hombres más fuertes del grupo, por lo que Scott lo seleccionó entre los cinco expedicionarios que lo acompañaron en el último tramo hasta el Polo. Consiguieron culminar su hazaña pero descubrieron que no habían sido los primeros en pisar el lugar porque ya ondeaba la bandera noruega que Roald  Amundsen había plantado un mes antes. El viaje de regreso multiplicó las dificultades, con una expedición decepcionada, agotada por el esfuerzo y con carencia de víveres. Lawrence Oates estaba malherido y era consciente de que su debilidad entorpecía el avance del grupo, poniendo en peligro la supervivencia.

     La víspera de su treinta y dos cumpleaños tomó la decisión de no suponer un lastre para sus compañeros. A cuarenta grados bajo cero, abandonó la tienda en calcetines, en busca de una muerte segura por hipotermia. Se despidió con estas palabras, que han pasado a la historia como exponentes del sacrificio en aras de la vida ajena: “Voy a salir y puede que tarde algún tiempo”. Lamentablemente, su último gesto no sirvió para que sus compañeros salvasen la vida ya que perecieron poco después a escasa distancia de un depósito de víveres. Sin embargo, este desenlace no empañó su inmolación, que brilla con luz propia entre las gestas humanitarias.

Eduardo Egido Sánchez