La búsqueda

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Son las 12:13 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
La búsqueda

Sabía que hoy tampoco la íbamos a encontrar. A saber qué han hecho con esta pobre chica. No quiero ni pararme a pensarlo… Que conste que a mí no me importa seguir buscando. Como decía aquel, la esperanza es lo último que se pierde. Eso sí, la tarde ya está cayendo. Cuántas veces me he pateado esta misma zona, aunque fuera con un propósito totalmente diferente. Yo nací aquí, aquí me casé y aquí perdí también a mi única hija. Nadie mejor que yo puede imaginar cómo deben sentirse los padres de esta muchacha desaparecida. Y ya estamos liquidando el quinto día de búsqueda.

Al comenzar la jornada, las autoridades nos encomendaron un área a cada grupo de voluntarios. A mí me han asignado hoy toda esta ladera que se dirige hacia el estrecho. Saben que conozco la zona como la palma de mi mano, y que no me importaría continuar hasta que oscurezca o durante toda la noche, si fuera necesario. Qué inmenso se hace el campo cuando buscas a alguien desesperadamente. Qué de recovecos tiene. En el fondo esto te anima, pues así siempre te queda algún sitio por rastrear. Hasta ahora nadie ha encontrado ni una huella —como suele ocurrir en las películas—, ni el jirón de una prenda de vestir, ni un triste botón. Nada de nada. Me da igual dedicar todas las horas que hagan falta para encontrarla. En realidad, es lo mismo que estaría haciendo aún en el caso de que no se hubiera organizado una búsqueda. Ya antes de jubilarme dedicaba muchas horas a caminar por las inmediaciones del pueblo, siempre bicheando por aquí y por allá. Y desde entonces apenas he hecho otra cosa, aparte de cuidar del pequeño jardín en la parte trasera de nuestra casa.

No dejo de pensar en la de cosas que tenían en común nuestra hija y esta chica desaparecida. También Laura disfrutaba de sus 16 abriles cuando nos dejó. De todas formas sería difícil convenir qué situación resulta ser la más dolorosa. Nosotros vivimos nuestro horror impregnados de olor a antiséptico y quimioterapia. Nadie debería pasar por eso. A lo largo de los pasillos de un hospital, en las habitaciones, en la capilla aprendí a tener fe. Aprendí que se debe dar gracias a Dios cuando las cosas salen bien, y a aceptar que los caminos del Señor son inescrutables cuando todo se tuerce. Nunca llegué a entender estos conceptos, pero los acaté con una resignación modélica. Ahora estoy más bien convencido de que las cosas pasan porque sí, sin más. Ya supongo que esta impresión no es muy edificante, pero es lo que hay. A estas alturas ni siquiera puedo permitirme el lujo de no ser sincero conmigo mismo, o de intentar justificar lo injustificable. Eso ya no me consuela.

En cuanto a mi esposa… Bueno, ella no consiguió tomárselo con la entereza de la que yo hice gala. Se le fue un poco la olla, como se dice ahora. Tras una primera fase, incapacitada para reconocer la muerte de nuestra hija, pasó a una segunda fase, en la que se empeñó en no aceptar el cementerio como el lugar adecuado para albergar sus restos. Jamás superó esta obcecación. No asistió el día que le dimos sepultura. Nadie la ha visto nunca visitar su lápida. Su niña no podía quedarse allí sola, teniendo, como tenemos, un jardín tan bien cuidado. Todos los mimos que habíamos dedicado al jardín entre los tres durante años, no parecían tener entonces otro sentido, sino el de servir de lecho eterno y perfumado para los restos de Laura. ¡Qué solita debes de sentirte en el cementerio! —Musita en ocasiones hasta la saciedad, ensimismada, con la mirada perdida en el fondo del espejo— ¡Qué solita debes de sentirte en el cementerio!

Llevamos demasiado tiempo sin apenas hablar entre nosotros. Después de tantos años, un simple gesto nos es suficiente para comunicarnos. Juraría que nunca me ha vuelto a hablar mirándome directamente a los ojos. Si hay algo ineludible, algo que no le queda más remedio que decirme, lo hace a través del espejo. Se podría decir que en realidad habla con el reflejo abatido de mi cuerpo sobre la luna del armario en nuestro dormitorio. Como aquella inquietante mirada que nos dedicábamos cuando esta chica pasaba por la acera —desde el duelo constante y taciturno de nuestra casa, se escucha el matiz de cada uno de los sonidos que llegan de la calle—. Tenía una de esas risas adolescentes que lo inundan todo de luz y alegría. Sus cuchicheos, sus chascarrillos con doble sentido pícaro e inocente, su tono de voz tintineaba tan cristalino y lleno de vida —ya sé que no debería hablar de ella en pasado—. Estoy convencido de que mi mujer pensaba exactamente lo mismo que yo: ¡Cuánto se parece esta chica a nuestra hija! Un día, al oír su voz, me gritó a través del espejo: ¡Laura, es Laura! ¡Ábrele la puerta y pásala al jardín para que descanse!

Ya va siendo hora de volver. Y hoy nada de pararse en el bar. Me producen arcadas todos esos comentarios que algunos dejan salir de sus bocazas, cuando el alcohol comienza a fluir por sus venas. “Si es que hay que estar más al tanto de por dónde andan nuestros chavales y de con quien se juntan… Si es que las chicas van vestidas de cualquier manera y, claro, luego pasa lo que pasa...” Como si se pudiera evitar lo inevitable. Como si a ellos no les pudiera pasar algo así. ¡Tengo que volver a casa cuanto antes! Hoy voy a hablar cara a cara con mi esposa. No podemos seguir así, amortajados en nuestra soledad. ¡Se acabó! Y se acabó cuidar del jardín. Pero si ya apenas me quedan fuerzas. Cada día me pesa más la azada. Estoy harto de escuchar ese eterno bisbiseo de vieja loca, que cree estar hablando con alguien, bajo la sombra de nuestra mimosa. ¡Se acabó!

Antonio Carmona

Antonio Carmona