Elogio de la Normalidad

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Son las 13:29 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
Elogio de la Normalidad

Me cuento entre las personas que al levantarse tienen la costumbre de echar un vistazo por la ventana para ver cómo viene el nuevo día. Si está despejado, el resplandor del sol se reflejará en el cielo tras el cerro de Santa Ana. Las calles aún se encontrarán vacías, quizá alguna pareja camine por la acera y su conversación se haga audible en medio del silencio.

Una vez comprobado que todo transcurre normalmente en el exterior, comenzaremos con las rutinas domésticas de la nueva jornada: pulsaremos el interruptor de la luz del cuarto de baño y este se iluminará; abriremos el grifo del lavabo o de la ducha y el agua correrá en abundancia; después será el microondas o la cocina o la tostadora los que calentarán el desayuno. Quizá debamos coger el coche para acudir al trabajo y su motor rugirá para ponerse en movimiento. Después, a lo largo del día, en nuestro desempeño profesional y en nuestra actividad social tendremos ocasión de relacionarnos con numerosas personas a las que iremos prodigando saludos de diversa índole: a unas por medio de fórmulas protocolarias verbales, a otras con un amistoso golpe en el hombro, a estas con un apretón de manos, a esas mediante dos afectuosos besos, a aquellas, en fin, con un fuerte abrazo.

De este modo iremos transitando por múltiples acciones y actividades hasta que la jornada finalice. Nos sentiremos satisfechos de que la normalidad haya presidido todos los acontecimientos.

     Qué ocurrirá si alguna de esas rutinas no respondiera a lo que esperamos de ellas. Nos alarmaríamos. Más o menos, en función de su importancia. Nuestra primera reacción ante la anormalidad es considerar incomprensible que esa anomalía se produzca, y lamentaremos quizá que lo haga en ese preciso momento en que tanto necesitamos que todo funcione  como normalmente lo hace. ¿No os ha sucedido nunca que al introducir la contraseña de vuestra tarjeta bancaria lo hagáis incorrectamente? Volvemos a repetir la operación, esta vez poniendo los cinco sentidos para no repetir el desacierto y…error de nuevo. Nos queda la última oportunidad pero a esas alturas ya dudamos de nuestra memoria, nos preguntamos cómo es posible que seamos tan torpes y empezamos a perder la confianza en nosotros mismos. Un drama griego de la antigüedad, pergeñado por Eurípides, Sófocles o Esquilo.

   Lamentablemente ahora nos encontramos en lo que se ha dado en llamar la nueva normalidad y vamos descubriendo que de normalidad tiene bien poco. Cuando se planteó el término supusimos que nos acomodaríamos paulatinamente a ella y poco después podríamos despojarla del prefijo “nueva” e instalarnos en la normalidad plena. Sin embargo, el tiempo va poniendo de manifiesto que cuesta amoldarse a la nueva situación. En primer lugar porque un componente indeseable del estado de cosas actual para amplios sectores de la población, los más vulnerables, es el miedo, y con el miedo como acompañante indeseado resulta impensable instalarse en algo que merezca llamarse normalidad. El tormento del telediario nos dice a las claras que hay que actuar de un modo distinto a como lo hacíamos antes y ese otro modo abarca un abanico de cambios tan amplio como penoso.

     Quizá el cambio de hábito más doloroso sea el que afecta a la relación con nuestros familiares de mayor edad que residen en un domicilio distinto al nuestro. Si antes los visitábamos con cierta frecuencia y manteníamos un estrecho contacto con ellos, empezando por los besos y abrazos que les prodigábamos, ahora mantenemos las distancias por temor a perjudicarlos. Resulta deprimente estar obligados a dejarles la bolsa de la compra en la puerta de su vivienda y retirarnos a continuación para poder verlos y hablar con ellos guardando las distancias. Me viene a la memoria la escena de la película Ben-Hur en la que Judá, el protagonista encarnado por Charlton Heston, descubre que su madre y su hermana se encuentran en un lazareto contagiadas por la lepra y acude allí para rescatarlas a pesar de las objeciones de ellas a que se acerque. Es una de las escenas más dramática y emocionante, en la que cuesta contener las lágrimas.

     También el contacto con nuestro grupo de amigos se reduce drásticamente y se limita a un saludo presuroso en medio de la calle y, por descontado, manteniendo la distancia, si no es que el contacto desaparece por completo lamentablemente. Seguro que la amistad no se resentirá por esta circunstancia sino que, antes al contrario, se verá fortalecida cuando realmente la normalidad vuelva a instalarse en nuestras vidas. Sin embargo, es duro romper con la relación asidua que mantenemos con ellos. Al margen de los amigos más próximos, conocemos a muchas personas con las que no resultaba raro que nos parásemos a charlar cuando nos cruzábamos casualmente; también ahora se ha roto la normalidad y nos limitamos a levantar la mano a modo de saludo o, como mucho, a intercambiar una frase de cumplido antes de seguir camino. Si se trata de personas de edad, apreciaremos en sus ojos, por encima de la mascarilla, como ellos apreciarán en los nuestros, la tristeza por vernos obligados a alterar la norma de trato afianzada a lo largo de tantos años. Los cambios de la nueva normalidad nos impiden mantener nuestras vidas dentro de los cauces que hemos ido estableciendo desde que tenemos uso de razón. Son vidas con freno, un freno que se activa automáticamente a poco que queramos ganar velocidad como sinónimo de actuación despreocupada.

     Solo en el propio domicilio nos está permitido conservar las costumbres, alteradas lógicamente por el mayor tiempo que pasamos enclaustrados. Hay que desear que estar más tiempo con nosotros mismos y nuestra unidad familiar sirva para reforzar los vínculos positivos que mejoran la convivencia con uno mismo y con los familiares íntimos. Durante estos largos meses hemos tenido la ocasión de conocernos mejor, adentrarnos en territorios personales que nos pasan desapercibidos en el torbellino de nuestras ajetreadas vidas, hemos descubierto facetas propias que habrá que tener en cuenta a partir de ahora y ojalá hayamos aprendido a discernir entre lo esencial y lo accesorio. Y todo ello es extensible a los que más cerca de nosotros han permanecido durante la prueba a la que nos estamos enfrentando.

     Será un día inolvidable cuando las mascarillas retornen al ámbito quirúrgico, podamos tocar todo aquello que esté a nuestro alcance y, especialmente, cuando la distancia interpersonal sea la que nos permite el abrazo. Ese día volveremos a valorar la normalidad que hasta no hace mucho tiempo teníamos en tan poca estima.

 

 

Eduardo Egido Sánchez      

          

       

Eduardo Egido Sánchez