Felipe Ferreiro y la pandemia

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Son las 16:49 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Felipe Ferreiro y la pandemia

     

 

Casi todo ha sucedido hace más de un año. Echamos la vista atrás y caemos en la cuenta de que la pandemia ha erigido un tiempo muerto que ya rebasa ese periodo. La última vez que estuve con Felipe Ferreiro, el propietario de la Venta de la Inés, fue en febrero de 2020, por lo tanto, había transcurrido más de un año cuando el pasado 3 de abril, sábado de gloria de una Semana Santa que ha pasado de puntillas, decidí que ya era hora de hacerle una visita.

     En la anterior, fui acompañado por un grupo de amigos guiados por el propósito de subir a la cascada y pinturas rupestres del lugar conocido como “cueva de la Venta de la Inés”. Tras la extraordinaria expedición al pintoresco paraje, era obligado saludar al viejo y entrañable ventero. Se mostró con su proverbial hospitalidad y sus ganas de hablar de lo humano y lo divino. Lo encontré en plena forma a sus noventa años, cumplidos el mes anterior. A Felipe le encanta el trato humano, abrir su mente y su corazón a cualquier persona nada más conocerla. Su prodigiosa memoria retendrá infinidad de detalles de cada visitante, su nombre, su procedencia, si se dirigen a algún lugar después de estar en la Venta y toda circunstancia de particular interés.

      He tenido el privilegio de escuchar en exclusiva, sentado junto a la lumbre de su rústica chimenea, sus relatos sobre el pasado, las hazañas de la gente de otro tiempo, las historias de los maquis, carboneros y pastores de la trashumancia, la solidaridad de los buenos lugareños, la arbitrariedad de los poderosos terratenientes, todo un universo de acontecimientos y seres humanos que pueblan su memoria acomodados en sólidos estantes a semejanza de una nutrida y organizada biblioteca oral. Precisamente, Felipe y la Venta de la Inés son conocidos por plantar cara al asedio del poderoso vecino que tras fracasar en su intento de apropiarse del inmueble, utilizó sus largos tentáculos en las esferas de poder con el objetivo de hacerle la vida imposible. Felipe es un quijote contemporáneo que nunca ha perdido la cordura ni ha doblado la cerviz. Por eso ha suscitado la admiración y el afecto de tantas personas. Por eso siempre se han hecho eco de su contienda los medios de comunicación y ha crecido su popularidad.

     Durante los largos días de la pandemia, Felipe ha aguantado en soledad en la Venta. Su hija Carmencita, que le hacía compañía, desde hace un par de años permanece en casa de un hermano. Sus hijos le han aportado las provisiones necesarias y han trasladado a Carmencita de vez en cuando para que se vean.  En esas circunstancias, sin poder contar con el apoyo presencial de tantos amigos y admiradores, se ha hecho fuerte ante el asedio de un nuevo y también temible adversario, el virus invisible y aterrador. Lleva trece interminables meses con la sola compañía de sí mismo, rumiando las negras sombras que lo atenazan.

     Hemos hablado numerosas veces por teléfono en este periodo. Procuraba llamarlo por la mañana porque percibía que su ánimo decaía en la tarde, sobre todo en el temprano anochecer invernal. No obstante, en todo momento advertía su desazón y, por denominarlo con mayor propiedad, su miedo. Con frecuencia, sus fuentes de información sobre la evolución pandémica eran personas que cargaban las tintas acerca de los estragos que provocaba en cada momento el virus en determinadas poblaciones y espacios y ello redoblaba su alarma y entristecía su ánimo. Los tintes dramáticos de la situación adquirían de este modo para él un carácter apocalíptico. Me esforzaba en intentar convencerlo de que no hiciera caso de todo lo que le contasen, que los bulos corrían como la pólvora tiñendo de negro un panorama ya de por sí desalentador. Le insistía en que él tenía un riesgo muy limitado por su aislamiento y que no debía permitir a nadie, salvo a su familia, acceder a la Venta. Sin embargo, me temía que mis palabras resultaran vanas frente a los fantasmas que bullían en su mente.  Me rompía el corazón escucharlo decir que se levantaba de noche para sentarse en el canapé a llorar. Lo imaginaba en las terribles horas de la madrugada, cuando las amenazas de la vida parecen campar sin ataduras, llorando en soledad en la estancia empedrada que ha visto pasar a cientos de personas para manifestarle su apoyo ante las adversidades que ha  afrontado los últimos años y que en esos momentos estaba tan vacía. Imaginé en un  cajón del aparador languidecer los libros de firmas en los que innumerables personas han plasmado sus más nobles sentimientos para expresar su afecto y reconocimiento a un hombre singular.

     El pasado sábado dejé el coche a cinco kilómetros de la Venta porque deseaba caminar recreándome con la paz del entorno del Valle de Alcudia. Trinos de aves, algún mugido de vaca y el susurro del viento, poblaban el ambiente y estimulaban los sentidos. Tenía la intención de llamarlo por teléfono al llegar para avisar de mi presencia y tranquilizarle porque aguardaría en el exterior a que saliera. No fue preciso, a un centenar de metros divisé su silueta sentada en la puerta de la casa. Mientras me aproximaba, saludé en varias ocasiones con la mano. Al cabo, devolvió tímidamente el saludo. Sin mascarilla, me mantuve a una distancia más que prudencial y le manifesté mi alegría por poder vernos al fin. No parecía reconocerme y dijo un par de frases convencionales. Se colocó la mano a modo de visera y me percaté de que el sol lo deslumbraba. Cambié de posición, insistiendo en mi identidad elevando el tono de voz. Después de un tiempo en el que llegué a dudar que me reconociera, se llevó las manos a la cabeza en señal de asombro y repitió varias veces mi nombre. Me ofreció pasar al interior y, ante mi negativa, entró a buscar la mascarilla. Me puse la mía y manteniendo, no obstante, la distancia intenté hablar con él. Se quejaba de no poder escucharme y solo pudimos cambiar alguna frase. Sentí la desazón de ver frustrado el encuentro que nos prometimos en nuestras conversaciones telefónicas.

     Encontré a Felipe afectado por el duro periodo que ha tenido que enfrentar. Daba claras muestras de haber perdido agudeza visual y auditiva. Nos despedimos sin palabras y al poco de iniciar el camino de retorno, me volví y lo saludé con la mano. Me devolvió el saludo. Espero volver a verlo lo antes posible con el socorro de una cercanía que facilite la comunicación verbal y afectiva. A sus noventa y un años me recuerda al ave fénix.

Eduardo Egido Sánchez