Guerras

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Son las 18:39 del Martes, 23 de Abril del 2024.
Guerras
 
     La especie más dañina contra sí misma es la humana. El ser humano ha infligido a sus congéneres más dolor que ninguna otra causa, más que los desastres de la naturaleza, más que las grandes epidemias (provocadas  con frecuencia por el propio hombre), más que el resto de especies animales. Es indiscutible que la historia universal de la humanidad es una sucesión interminable de calamidades tras las que, a menudo, aparece la propia mano del hombre. Y, entre todas ellas, la guerra es el genuino jinete del Apocalipsis que guía a los restantes
 
     Al repasar el manual de la historia del ser humano asistimos a una perpetua representación bélica que se inicia con nuestros primeros antepasados, los homínidos de las cavernas, acechando a los clanes vecinos para arrebatarles cualquier propiedad, sea la hembra reproductora, sea el alimento, sea el utensilio. A medida que avanza el tiempo y llegan las primeras civilizaciones, cada una se apresta a imponer su primacía sobre las demás por los eficaces métodos del sometimiento o la aniquilación. Estas civilizaciones –es un modo de identificarlas, anteponiendo sus avances culturales a sus atropellos humanos- son las que hemos estudiado desde la escuela primaria hasta la universidad con la impresión de que constituían la avanzadilla de progreso del animal más poderoso de la Tierra. Sin solución de continuidad, la evolución humana se cimenta sobre un acontecimiento omnipresente: la guerra de dominio y exterminio de unos pueblos sobre otros, de unas razas sobre otras, de unas naciones sobre otras, de unas alianzas sobre otras. Si a la Historia tradicional se le suprimen las guerras, parece que no queda nada por contar, la propia asignatura podría eliminarse del currículo docente. La guerra es consustancial a la Historia.
 
     Las guerras son cada vez más letales. Hace siglos, los hombres se mataban de uno en uno, frente a frente, y, por lo general, el jefe de cada bando –luego de cada ejército- se situaba en cabeza de sus huestes y era el primero en acometer. Después descubrieron que tenía menos riesgo permanecer en la retaguardia y enviar a los demás a la primera línea. Con la invención de la pólvora, se inaugura el periodo de la muerte a distancia, las armas son cada vez más sofisticadas y mortíferas y a partir de entonces las carnicerías alcanzan proporciones colosales. Se multiplica la eficacia de la muerte. Actualmente, la  la capacidad de matar se ha disparado de tal manera que el ser humano ha adquirido el poder de borrar de la faz de la tierra al ser humano con sólo activar un código.
 
      A lo largo del tiempo, se ha acentuado el hecho de que los provocadores de las guerras no perecen en ellas. Incluso en el escenario de la destrucción total, los dirigentes –es decir, los que dirigen a los demás al abismo- se instalan en los refugios atómicos y únicamente cabe esperar que, en un inesperado acto de lucidez, se den muerte a sí mismos como hizo  Hitler, el mayor exterminador de la raza humana. Hay una frase atribuida a Erich Hartmann, héroe de la aviación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, que señala certeramente la carne de cañón de los conflictos bélicos: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian, se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian pero no se matan”. Si el lector quiere profundizar en esta idea resulta recomendable el discurso antibelicista de otro germano, el poeta y dramaturgo Bertolt Brecht, contenido en su “Catón de guerra alemán”. 
 
     En efecto, las grandes guerras las provocan visionarios que desprecian a la humanidad y alimentan sus sueños de grandeza a costa de decenas de millones de víctimas. Nada ni nadie los detiene cuando deciden dar el primer paso, porque se sienten llamados a cumplir un designio superior que puede adoptar diversos efectos: imponer la supremacía de la propia raza, lo que implica arrasar a sus antagonistas, o invadir al vecino y continuar con una escalada expansiva sin límite. Ni por un instante se paran a considerar el sufrimiento que provocará su megalomanía, piensan que es una minucia en comparación al logro que persiguen.  La experiencia pone de manifiesto que el pavoroso incendio de la guerra total se origina a partir de una pequeña chispa que el viento de la obcecación expande salvando fronteras.
 
     También pone de manifiesto la experiencia que el mal que puede provocar una sola mente diabólica es superior al bien de millones de mentes bondadosas. Las reacciones humanitarias apenas resultan suficientes para paliar los efectos devastadores de una decisión criminal contra la humanidad. La destrucción material provocada en un instante requiere decenios para restaurarse. Los estragos en la mente y el corazón de los damnificados no se restañarán jamás.
 
     Actualmente, por increíble que parezca, se ha repetido una invasión similar a la que en el siglo pasado provocó un alto precio cobrado en muertes y sufrimiento. Un oscuro burócrata de rostro impasible y mirada inquietante ha resucitado el fantasma del conflicto contra todo derecho. Ante las protestas, esgrime un panorama devastador de consecuencias incalculables. Pero ha cometido dos errores de cálculo: la valiente reacción de la nación ucraniana y la unánime oposición de todos los países democráticos. No contaba con la una ni con la otra. Mientras, el mundo contiene la respiración confiando en que la decidida respuesta lo disuada de su empeño. Por ahora, persiste en su desvarío de hacer oídos sordos al clamor mundial, antes bien desoye incluso las convenciones internacionales para salvaguardar a la población civil: no respeta los corredores para evacuar a esta población y ha bombardeado edificios no estratégicos, incluyendo un hospital materno-infantil, en una escalada hacia el horror sin paliativos.
 
     La esperanza la brinda la respuesta solidaria de personas y países de todo el mundo con el envío de ayuda para el pueblo ucraniano y con la acogida de más de dos millones y medio de refugiados. Es el mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial, lo que indica la magnitud de la tragedia. Personas con la vida rota que abandonan despavoridas su tierra, sus pertenencias y a sus propios familiares. La esperanza se cifra en que impere la cordura y termine de inmediato esta guerra.
Eduardo Egido Sánchez