Kioscos del Paseo

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Son las 01:43 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
Kioscos del Paseo

Aún queda alguno activo en el Paseo de san Gregorio como vestigio de los que proliferaron durante décadas para gozo de niños y mayores. Los quioscos del Paseo fueron una institución que abasteció de golosinas, frutos secos, leguminosas, minúsculos juguetes, lecturas, tabaco, mariscos y cuantos géneros de echarse a la boca con humilde placer solicitaban los viandantes del lugar. Tuvieron su época de esplendor,  las personas que los regentaban eran populares y sus nombres nos vienen a la memoria a la primera evocación. Cuánto nos hubiera gustado ser hijos, sobrinos, amigos suyos para poder acceder a sus repletas estanterías sin restricciones y de balde.

     Antes de abordar los quioscos del Paseo, efectuábamos el aprendizaje de gastar nuestro poco dinero –perras chicas, patacones, monedas de dos reales, alguna peseta como mucho, porque tener en el bolsillo un duro resultaba un sueño- en los quioscos de barrio. Los niños y muchachos que vagábamos por la calle Ancha y sus aledaños disponíamos de tres alternativas: el quiosco del señor Justo, nada más atravesar el puente de cemento sobre las vías del tren, que presentaba un aspecto bien surtido; el tenderete situado en la esquina derecha de dicho puente antes de cruzarlo, más modesto y quizá una “sucursal” del anterior, y la más humilde todavía cesta de mimbre de la señora Concha en la calle Ancha, en la fachada de la iglesia “de los protestantes”, que nos pillaba más a mano.

      La señora Concha resultaba entrañable con su saco de años y firme al pie del cañón, atenta a que la turbamulta de imberbes que frecuentaba su fuente de ingresos no le birlara las chucherías. Porque hay que confesar que lo hacíamos al menor descuido y sin compasión. Provoca sonrojo recordarlo. Es de imaginar que el sitio en el que la señora Concha plantaba su cesta ovalada de considerables dimensiones respondía a una concesión del patriarcal don Salvador, el pastor de la Iglesia Evangélica. Cuando las inclemencias meteorológicas le impedían permanecer a la intemperie mantenía la venta en su cuchitril de una vivienda situada enfrente. Le preguntábamos, señora Concha, ¿cuántos años tiene usted? y respondía algo parecido a “tengo ochenta y uno y voy a cumplir ochenta”. Era de cuerpo menudo, arrugada, de buen trato, sin amargura.

     Cuatro quioscos del Paseo acuden a la memoria con especial relieve: los de Juanito,  Paulino, la Dora y El Cartero. Cada uno con características propias. Si se hiciera una encuesta entre los usuarios de aquella época, seguramente el más popular de ellos fuese Juanito. Era mozo viejo, de menguada estatura y pocas carnes. Rostro sereno, de mirada noble. La sonrisa y menos aún la risa franca no solían adornar su expresión. Se le podía ver camino del quiosco cargado con un voluminoso saco donde llevaba la mercancía para reponer. Quizá vendía más que el resto de sus competidores y corría el rumor de que poseía una fortuna a pesar de su austero modo de vida. Su especialidad eran los frutos secos, especialmente las pipas de girasol y los cacahuetes, a los que se añadían las más sofisticadas almendras, avellanas y pipas de calabaza.  En verano, cuando cerraban por la noche los bares de alrededor del reloj de las flores, nos acercábamos al quiosco de Juanito y le pedíamos cuarto y mitad de frutos secos revueltos. Colocaba en un platillo de la balanza una serie de pesas y monedas y en el otro echaba un revoltijo de frutos secos; a continuación armaba un cucurucho de papel de estraza y, finalmente, lanzaba al aire la mercancía y la recogía con total precisión con el cucurucho. Surtidos de este bagaje formábamos tertulia en los desmantelados (sin manteles) veladores hasta las tantas. Aficionado al verso, solía fijar en las cristaleras del quiosco sus composiciones dedicadas a los productos en venta. En cierta ocasión me dio a leer un cuaderno donde figuraban sus poesías –que ya abarcaban una temática más amplia-  y otros escritos a modo de ensayo. En esas páginas latían la sencillez y el sentimiento de quien pone el alma en la tinta. Me conmovió un escrito en el que rechazaba dolorido la acusación de homosexual. Se puede dar por seguro que Juanito en las largas horas que permanecía en su tabuco, además de ensayar su habilidad circense para capturar con el cucurucho los frutos secos lanzados al aire, dedicaría tiempo a la lectura y de ahí nacería su afición a escribir.

     La especialidad de Paulino, cuyo quiosco todavía regentan sus familiares detrás de la Concha de la Música y donde se puede ver un dibujo con su rostro, era el cambio de novelas del oeste, auténticos best seller  de la época. Se entregaba la novela ya leída y se retiraba otra a cambio de una módica cantidad. El autor más demandado era Marcial Lafuente Estefanía, cuyos protagonistas poseían la rara habilidad de liquidar con su revólver de seis balas a siete u ocho cuatreros, no había más que contarlos. Otros autores de amplia tirada eran Zane Grey, José Mallorquí (creador de El Coyote), Silver Kane o Edward Goodman (seudónimo de Eduardo Guzmán, periodista republicano que eludía de este modo la férrea censura franquista. No fue el único obligado a utilizar este procedimiento para poder publicar). También se podían cambiar los fascículos anteriores por la “nueva” de las aventuras de nuestros héroes favoritos: El Capitán Trueno, El Jabato, el Guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín y un largo etcétera.

     El reclamo principal del quiosco de la Dora era el tabaco rubio americano. Por entonces no resultaba difícil encontrar en los estancos las marcas más prestigiadas de tabaco rubio –Chesterfield, Winston, Marlboro- pero elaborado en nuestro país, por lo tanto, no el genuino. Los “entendidos” explicaban el modo de diferenciar el uno del otro para terminar confesando dónde se podía adquirir el auténtico: “Dile a la Dora que vas de mi parte”. Se decía que venían clientes de kilómetros a la redonda para hacerse con él y se murmuraba que la Dora estaba protegida para permitirle la venta de tan buscada mercancía, circulando incluso los nombres de posibles protectores.

     El rótulo sobre el puesto de El Cartero lo decía todo: “El Cartero. Mariscos”. Porque si la memoria no falla no era quiosco sino puesto, es decir, un tenderete móvil. Estaba instalado junto a la Concha de la Música, frente a los números impares del Paseo de san Gregorio. Creo recordar que el nombre del propietario era Florencio, cartero, en efecto, de profesión. De la mercancía a la venta únicamente vienen a la memoria aquellos productos que estaban al alcance de nuestros escasos recursos: quisquillas, cangrejos de mar y gambas, y estas últimas en contadas ocasiones. Al pasear por la zona el olor a marisco que movía el aire hacía la boca agua, atormentando quizá a los miembros de la Banda de Música que ofrecían sus conciertos tan cerca de los efluvios marinos.

     En los quioscos del Paseo se podían comprar además otros productos que componían la dieta de golosinas de los niños y muchachos de la época: garbanzos torrados, y los más exquisitos todavía garbanzos rizados, bañados en minúsculos anisetes; altramuces o chochos, cuya cáscara escupíamos por la comisura de la boca hinchando los carrillos; chufas que dejaban un sabor refrescante en el paladar; algarrobas que quitaban el hambre con su masa carnosa; paloduz cortado con el tamaño de un cigarrillo, que se lucía en la boca como sucedáneo y se empezaba chupando suavemente para terminar masticando a conciencia hasta convertirlo en hebras estropajosas que dejaban amarillenta y pastosa la saliva.

     Poco después, empezamos a iniciarnos en el tabaco, tras el aprendizaje brindado por las ramitas huecas de las enredaderas que adornaban las pérgolas del Paseo junto a la Casa de Baños. El tabaco se compraba suelto: por una peseta daban un Chester, diminutivo de Chesterfield y colmo de la exquisitez, o bien cinco Peninsulares (si te quieres suicidar no te tires desde un puente, fúmate un Peninsular y te mueres de repente) o bien tres Celtas y un Saci (populares caramelos aromáticos “para el fumador”).

     Los quioscos del Paseo fueron durante muchos años los guardianes de las vitrinas donde se exponían nuestros claros objetos de deseo, todo un mundo que satisfacía los caprichos del paladar, las ansias de aventuras para hacer frente a la maldad de los villanos y el gusto de entretener el tiempo con sencillos juguetes. Ahora recordamos con melancolía y reconocimiento a las personas que nos facilitaron ese mundo a cambio de permanecer recluidos tantas horas entre sus estrechos límites.

Eduardo Egido Sánchez