Prestad atención, jóvenes: Puertollano es una ciudad de migrantes. No os digo nada que no sepáis ¿verdad? Sabéis la procedencia de vuestros padres o abuelos. Alguno de ellos tuvo su cuna en otras poblaciones de la provincia, o de otras provincias de nuestra región, o de Andalucía, o de la vieja Castilla (la trashumancia del Valle de Alcudia domicilió a algunos serranos en nuestras calles). Pues lo mismo que ocurre en vuestra familia, sucede en muchas más residentes en este Puerto. Si os tomáis la molestia –o el ejercicio de curiosidad- de preguntar a vuestros amigos si sus padres y abuelos nacieron sin excepción en nuestra ciudad, averiguaréis que pocos responderán afirmativamente.
Basta con reflejar los datos demográficos de algunas fechas señaladas para poner de manifiesto que el crecimiento desaforado de la población sólo puede explicarse por la llegada de migrantes. Cuando se descubre el carbón en 1873, la villa de entonces (el título de ciudad lo otorgó el rey Alfonso XIII en 1925, según documento localizado en el Archivo Municipal por el malogrado historiador don Francisco Gascón) contaba con apenas 1000 habitantes, que se multiplicaron hasta 7500 en 1900. El crecimiento poblacional sigue con su curva ascendente y alcanza la cifra de 35000 vecinos en 1950. Tela de gente. Y en la década 1950-60 se produce el mayor repunte demográfico de toda nuestra historia, congregándose entre los cerros de santa Ana y san Sebastián más de 53000 personas. Las minas de Puertollano a lo largo de este periodo son un reclamo para la multitud de diversas procedencias, particularmente de extracción rural, que encuentra aquí un medio de ganarse el sustento.
También sabéis, jóvenes, que detrás de las cifras siempre hay algo más. En este caso, hombres y mujeres, o lo que es igual, cuerpos, almas, espíritus, memorias…Vuestros padres y abuelos tienen en sus recuerdos grabadas las circunstancias que rodearon la permuta de su pueblo natal por la ciudad de adopción. Son capaces de rememorar sin dificultad el día en que salieron de su lugar de origen y el día en que recalaron en este llano acotado por sierras. Conservan grabada como imagen fija la estampa del pueblo que abandonaron para siempre, aunque en su fuero interno tal vez confiaban en que la mudanza fuese temporal. Esa imagen fija se prolonga de manera inseparable con la imagen de la dinámica ciudad de destino, que se mostraba a sus ojos con promesas y dificultades, que les obligó a llevar a cabo un largo y penoso esfuerzo para alcanzar aquéllas y sortear éstas.
Si tenéis paciencia para escuchar sus historias, os mostrarán aspectos de sus vidas que no os podéis ni imaginar. Os presentarán un currículo –ellos tienen el suyo sin necesidad de estudios- que reúne auténticas hazañas que ponen de manifiesto un temple forjado a fuego lento. Vuestro abuelo, vuestra abuela, esos que ahora veis torpes y olvidadizos, frágiles, vulnerables, necesitados de vuestro apoyo (persiguiendo al nieto que se ponga a tiro para que les mire el ordenador o el móvil porque el dispositivo “ha hecho algo raro”). Que os quieren como no quisieron a sus hijos. Vuestros abuelos, que se hacen invisibles para no importunaros con sus problemas, poseen una trayectoria de vida cursada en épocas difíciles, en acontecimientos erizados de puntiagudas aristas. Sus biografías os resultarán más emocionantes que las vuestras porque carecían de los algodones que suavizan los tiempos actuales.
Si tenéis paciencia, os voy a contar resumidamente una de esas historias, anónima, que puede pertenecer a cualquiera, que quizá contenga episodios que compartirán muchos de vuestros antepasados. Estos episodios tienen como marco dos escenarios: el que se deja y al que se llega. En el primero queda atrás un grupo de niños que ha dado compañía y amistad en la infancia y del que no tenemos ocasión de despedirnos al marcharnos. Posiblemente, nunca más volverá a verse completo el grupo, quizá a la primera ausencia se sume otra y otra y otra más, hasta que la amarillenta fotografía en la que aparecen todos tan sonrientes y desgalichados únicamente muestre el paisaje. Queda atrás un río que en verano siempre estaba seco aunque alguno hubo en que su agua reposada acogió los cuerpos brillantes de aquella tropa desharrapada. Atrás quedan las siestas interminables con la prohibición expresa de abandonar la casa, escuchando tras la ventana el pregón del heladero o del bollero. Ya sólo esporádicamente, si acaso, se regresará al viejo y enorme caserón en el que cabían tantos juegos y donde no se osaba poner el pie en rincones misteriosos. Un caserón donde permanecerán mudas las palabras de familiares, amigos y vecinos. El olor de la pólvora de la procesión de la Patrona, que tanto temor provocaba y que había que disimular por el qué dirán, quedará adherido a la memoria para ser rescatado cada vez que se viva una situación similar. Se despedirán “esos días azules y ese sol de la infancia” que reconfortaron a Antonio Machado en sus últimos momentos. Ese bagaje nos acompañará sin necesidad de maletas porque efectuará el viaje con nosotros en aquel lugar que no ocupa espacio.
El marco al que se llega presenta sus primeras credenciales en las afueras, con la atalaya que corona la cima de la montaña y la pedriza del abanico un poco más abajo, en la falda de la sierra. A continuación se salva la muralla de la ciudad, que conforma la vía del tren, mediante el puente de cuatro caminos. Y se entra en el ámbito que nos acompañará quizá para siempre. Extraña ver tanta gente en las calles, la ciudad bulle a una velocidad desconocida para el recién llegado. Poco a poco se irá recomponiendo lo que se desintegró en nuestro origen: la nueva casa, la nueva escuela, el nuevo grupo de amigos. Hay un río no muy diferente al que abandonamos. Juegos con las mismas reglas escritas en el aire que se reinterpretan cada día según la conveniencia.
Hemos arribado a la tierra de promisión que nos acoge hospitalaria, donde el signo que unge a los migrantes es la igualdad, donde no se señala a nadie por ser de otra procedencia.