Paseo de San Gregorio

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Son las 15:04 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Paseo de San Gregorio

 

     El Paseo de san Gregorio es un paraíso terrenal que ha sido escenario de importantes acontecimientos de la ciudad y de nuestras vidas. El que más y el que menos, entre idas y venidas, habrá recorrido entre sus jardines una distancia como de aquí a Lima o poco menos. Un día sin bajar al Paseo es un día incompleto, un día tristón porque carece de la alegría que dan las plantas, el rumor del agua en la Fuente Agria y las conversaciones de los paisanos. El Paseo alegra las pajarillas del más mohíno.

     Desde la avenida 1º de mayo hasta la ermita de la Virgen de Gracia este espacio verde abarca una superficie de 46.000 metros cuadrados donde se identifican 125 tipos de plantas que suman más de un millar de árboles y más de un centenar de arbustos. Quien lo dude no tiene más que contarlos, como hizo el equipo que elaboró el libro “Paseo de San Gregorio. Espacio verde de Puertollano”, con textos de Ángel Soguero Muñoz y Agustín Pérez Motilla publicado en 2004. En este libro también se puede hacer un recorrido histórico por los elementos ornamentales del Paseo.

     Antes de ser Paseo y ocupar el centro neurálgico de la ciudad, este recinto fue el ejido de san Gregorio, es decir, las afueras, un campo comunal de nuestros antepasados, en la época en que el centro urbano rodeaba a la iglesia de la Asunción. La causa de su crecimiento en importancia y dotación fue el relieve que la Casa de Baños adquirió a lo largo del siglo XIX, particularmente con las visitas que efectúa al balneario el ilustre General Narváez para combatir sus dolencias, militar que rigió los gobiernos de España durante una década. El Espadón de Loja, como era conocido, impulsa el desarrollo tanto del establecimiento de baños como de su entorno con la masiva plantación de árboles y de elementos decorativos hasta convertir el lugar en la vía de conexión entre la Fuente Agria y la ermita de la Virgen de Gracia. Dio nombre al ejido y luego al paseo  la ermita ubicada aquí de san Gregorio, protector contra las plagas de langostas, tan frecuentes  y dañinas en pasadas centurias.

     Veamos el Paseo en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo. Los quioscos de ventas diversas eran un hervidero de chicos y grandes, cada uno buscando aquello que le satisfacía. Sus regentes principales eran: Juanito, que vendía frutos secos y tenía la rara habilidad de, tras pesar su mercancía en la balanza, lanzar las pipas, almendras o cacahuetes al aire desde el platillo y recoger el montón al vuelo en un cucurucho de papel de estraza. Juanito tenía conversación melancólica de mozo viejo, hacía sus pinitos con la poesía popular y  justificaba su soltería con una prosa abigarrada con ínfulas de ensayo. Circulaba el rumor de que guardaba mucho dinero. Paulino vendía novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger y Silver Kane y novelas amorosas de Corín Tellado o  cambiaba novelas  viejas por nuevas. También era lacónico en su modo de expresarse. Dora ponía al alcance de paladares exquisitos y bolsillos boyantes el genuino tabaco rubio americano, oiga, directamente desde las plantaciones sureñas. No era partidaria de dar tres cuartos al pregonero y llevaba sus asuntos con la máxima discreción. En los aledaños de la Concha de la Música plantaba sus reales El cartero, que comerciaba con el marisco, mayormente las quisquillas y los cangrejos de mar, que no eran tiempos de percebes ni cigalas. Su mercancía tenía el sabor de lo auténtico, de la altamar más salobre. Y en este repaso apresurado, no podemos olvidarnos del viejito que hacía fotos de carnet junto a la Casa de Baños, con su blusón y la lata de conservas llena de agua para revelar las instantáneas.

     Los bares eran el alma de aquel Paseo. Se concentraban en la zona de los impares y se sucedían sin solución de continuidad a ambos lados de la calle Santa Ana. Eran, de norte a sur, El Coto, El Chinato, El Benedicto, El Macías y El Muñiz, la mayor concentración de bares de España, que es decir del mundo, si exceptuamos a Benidorm. Cada uno con su clientela y sus especialidades: aristocráticos Coto y Benedicto y populares los demás. Los futbolistas del Calvo Sotelo, que nadaban en la abundancia, celebraban sus cuchipandas en el altillo del Benedicto. En verano sacaban sus veladores al Paseo y no era fácil conseguir mesa los fines de semana, tal era la aglomeración. Qué maravilla otear a la gente que paseaba mientras se saboreaba una Mahou o una Coca Cola, las bebidas estrella de la época. Una vez que los camareros retiraban los manteles, bien entrada la madrugada, los más noctámbulos seguían apalancados en los veladores dando fin a un delicioso cucurucho del mencionado Juanito. Camareros, por cierto, que permanecían fieles durante años en cada bar hasta formar parte de su identidad.

     Los veladores se situaban en el espacio comprendido entre el Reloj de las Flores y la Concha de la Música, aquella Concha de eficaz cerramiento en la que la Banda de Música deleitaba a los melómanos bajo las batutas de D. Emilio Lozano y D. Ángel Parla, que sumaron 71 años al frente de la misma, que se dice pronto, desde 1936 hasta 2007. En los bajos de la Concha se instaló la Biblioteca Municipal, que en un principio estuvo situada junto a la Casa de Baños en un pequeño estaribel. Regentaba la Biblioteca don David Jiménez Avendaño, cuyo nombre lleva actualmente un colegio de primaria. El niño que penetraba en aquel santuario de libros recibía de inmediato la severa mirada de don David, que advertía sin necesidad de palabras la obligación de permanecer en silencio. El olor a papel impreso acrecentaba la solemnidad del recinto.

     A poco que echemos atrás la mirada, nos vendrá al recuerdo un sinfín de ocasiones singulares de nuestra vida que tuvieron como escenario el Paseo. Caminando arriba y abajo, a izquierda y derecha, hemos desgastado sus baldosas al tiempo que alimentado nuestros deseos más vehementes. Hemos atisbado los movimientos de aquella muchacha poniendo mucho cuidado en no ser descubiertos, en mantener en secreto nuestra admiración. Hemos reposado en un banco y dejado vagar la imaginación con el estímulo y fragancia de las flores y el trino de las aves. Hemos compartido historias, verdaderas e inventadas, con nuestros amigos de la infancia en busca del laberíntico camino de la madurez. Hemos visto pasar la vida día a día, año a año, década a década, hemos asistido al transcurso de veloces acontecimientos que ahora se han detenido para siempre en nuestra memoria. El Paseo es parte inseparable de nuestra vida. Cuidémoslo como parte de nuestra identidad, como joya de nuestro patrimonio.

Eduardo Egido Sánchez