¿Qué fue de ...?

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Son las 13:41 del Jueves, 18 de Abril del 2024.
¿Qué fue de ...?

Hay ciertos comportamientos, acciones y hábitos que paulatinamente, de modo imperceptible, van desapareciendo sin apenas hacer ruido hasta que un buen día los echamos de menos. Son cosas que formaron parte de nuestras vidas y que hoy solo permanecen en la memoria como reminiscencias aisladas que buscan perpetuar la especie. Lamentablemente, no cabe ser muy optimista respecto a evitar su total extinción. A continuación pasamos revista a algunas de ellas.

     Los intermitentes.- Por si alguien lo ha olvidado, se trata de una colorista señal luminosa de los vehículos a motor que actúa acompañada de una armoniosa señal acústica. El último grito de las luces intermitentes se manifiesta en forma de puntos de luz que avanzan hasta completar su recorrido para de inmediato iniciarlo de  nuevo, similar a una flecha indicadora. Da gusto ver la elegancia de su diseño. Por su parte, el soniquete que se deja oír al accionar el intermitente es discreto e incluso actúa a modo de mantra, como sedante para calmar los nervios del conductor. Si se acepta esta favorable valoración, resulta inexplicable  que tantos conductores hayan renunciado a sus atributos.

     Pero es que además los intermitentes tienen un importante cometido en aras de mejorar la circulación, porque indican al conductor que circula detrás de nosotros las maniobras que efectuaremos y así le facilitamos sus reacciones. Y esta importancia es especialmente relevante en las rotondas, ahora que proliferan como hongos tras la lluvia. Al señalar con antelación nuestra salida de la rotonda, damos una pista muy valiosa tanto al que circula detrás como al que espera para incorporarse a la misma.

     Lo cierto es que ni la cuestión estética ni la cuestión práctica se muestran convincentes para cumplir con este mandamiento  que tanto priorizaba nuestro simpático y exigente profesor de autoescuela. ¡Ay si nos viera!

    

     Los juegos en la calle.-  A lo largo de la historia de la humanidad, dicho sea sin ánimo de exagerar, el escenario de los juegos  de niños y niñas ha sido la calle. La calle era sinónimo de libertad, de diversión. Los espacios de la infancia se dividían en dos categorías: cerrados –el domicilio, la escuela, la iglesia- y abiertos –la calle, el campo. Desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos nuestro deseo era ganar la calle, permanecer en ella cuantas más horas mejor. En invierno y en verano. Con nieve y en la canícula. Con sabañones o con la espalda pelada por el sol. Quien dice la calle dice también el campo, los ejidos del pueblo con sus montes, bosques, ríos y charcas.

     ¡Cuántos partidos de fútbol jugados aprovechando cualquier descampado o plaza urbana. ¡Cuántos goles discutidos porque era difícil determinar si la pelota (más usual que el soñado balón) había entrado correctamente en una portería débilmente delimitada por dos simples piedras. ¡Cuántos juegos populares(acabo de recordar una veintena, que serán objeto de otro artículo) disputados con un ardor digno de mejor causa. O tal vez no, ¿qué mejor causa que el juego, el disfrute, el amor propio infantil? Todos ellos regidos por unas normas ambiguas que cada cual arrimaba a su sardina y que siempre acababan siendo determinadas por el criterio del abusón de la pandilla.

     Antes de empezar a jugar, se hacía un recuento de los presentes que daba paso a un  recorrido por las casas de los ausentes para preguntarles si “se salían” a la calle. A veces, se escuchaba desde el fondo del pasillo la voz de la madre con un destemplado “está castigao”. Uno menos, vaya por dios. Con los elementos –en el sentido metafórico del término- disponibles daba comienzo el juego de cada temporada, porque los juegos, como las frutas, tenían su periodo de vigencia. Bueno, más o menos. Y el juego se prolongaba sin descanso hasta bien cerrada la noche, cuando  se dejaban oír en la lejanía las voces de nuestras madres reclamándonos al hogar: ¡manolitooo! ¡ricardííín!  ¡adolfitooo!

    

     Los cines de verano.- Pasaron a peor vida los cines de verano y ahora son bloques de viviendas con nombres pomposos: Edificio Alejandría, Comunidad El Caribe. Hasta cierto punto se comprende, porque ¿qué beneficio proporcionaría en estos tiempos un corralón en mitad de la ciudad? Los cines de verano fueron fábricas de sueños pero eso no da de comer. Punto. Así pues, el cine de verano –en nuestra ciudad llegaron a coexistir una decena- era un antiguo corralón reconvertido en el que daba gusto tomar asiento a pesar de la punzante dureza de las sillas -y no digamos de las gradas de la plaza de toros con sus interminables programas triples- y sentir la fragancia de los pericones recién regados mientras declinaba la última luz del crepúsculo. Quizá sea producto de la melancolía pero el recuerdo rescata al cine de verano como un lugar de serenidad y sosiego donde el tiempo parecía detenerse y el deseo no ambicionaba otro acontecimiento. Las alternativas se difuminaban mansamente.

      Tengo para mí que las películas que se proyectaban en los cines de verano ponían el acento en el romanticismo, con chicas maravillosas de vestidos blancos con tirantes que flirteaban en las orillas de un lago. Y uno, claro, se enamoraba de ellas y andaba como alma en pena durante un par de semanas. Y uno, claro, enardecido por el amor triunfante de la pantalla, se debatía durante la proyección en la duda de osar extender el brazo sobre el respaldo de la silla contigua y aguardar un soplo de valor para subir la mano hasta sentir la tibieza de aquella piel bronceada que palpitaba a nuestro lado.

     Qué delicia notar en la garganta el frescor picante de la gaseosa o de las sofisticadas bebidas que la sustituyeron, con las pepsi colas y coca colas a la cabeza. Las volutas del humo de los cigarrillos se recortaban en el haz de luz de la proyección. Y si los ojos seguían el ascenso de esas nubes blanquecinas, al final aguardaba un cielo estrellado que parecía mitigar el bochorno nocturno. Y uno se debatía entre volver la vista a la pantalla o repantigarse para dejarla vagar  por la bóveda celeste.

Eduardo Egido Sánchez