Por Eduardo Egido Sánchez
Los niños y jóvenes de mi generación echamos mucho tiempo en los billares. Luego supimos que esos locales se llamaban salones de juegos recreativos. Especialmente en verano, durante las vacaciones, pasábamos las horas muertas viendo cómo los más habilidosos sumaban carambolas, conseguían partidas gratuitas en las máquinas tragaperras y realizaban diabluras con el futbolín. Nuestro papel preponderante de mirones obedecía al hecho de que gastábamos nuestros pocos cuartos en un abrir y cerrar de ojos y ello nos condenaba a ser testigos de cómo los gastaban los demás.çç
Nuestra primera sala de billar fue el mítico Coímbra, ubicado en la calle Aduana 16, frente al Cine Imperial, que anteriormente había sido el Casino. Antes de convertirse en sala de juegos fue un bar de postín donde alternaba la flor y nata social. En su televisión de pocas pulgadas, cuando la pequeña pantalla era un lujo al alcance de escasos bares, este cronista vio en 1960 su primer partido de fútbol: la final de la I Copa Intercontinental, partido de vuelta, entre el Real Madrid y el Peñarol de Montevideo, que ganó el equipo blanco por 5 goles a 1, con dos goles de Puskas y 1 de Di Stéfano, Gento y Herrera. Una vez reconvertido el local en salón de juego, la primera sala a la izquierda la ocupaban las máquinas tragaperras, con dos que hicieron furor en la época, una en la que había que subir tres monos a una palmera para obtener partida gratis, y otra en la que había que introducir tres peces en una gruta para idéntico premio. Esta sala también acogía una máquina de discos con los éxitos del momento, que se podían escuchar a cambio de una moneda, supongo que una peseta, rubia o cala, todas equivalentes a cuatro reales o diez patacones.
A la derecha, otra sala estaba ocupada por los futbolines, unas recias mesas con los equipos ataviados con los colores de los principales conjuntos de primera división, cuya característica fundamental es que los pies de los jugadores estaban separados y entre ellos cabía justamente la bola, permitiendo realizar “pisadas” y pases entre la delantera que se traducían en goles estratosféricos con un sonido atronador por el zambombazo. La sala del fondo disponía de más futbolines, que después fueron sustituidos por una mesa de ping pong, nombre que ahora ha derivado en pimpón para evitar el anglicismo. Al final, se encontraban dos mesas de billar -naturalmente billar francés, no billar americano- que constituían el juego más sofisticado del conjunto. Mientras que las máquinas, los futbolines o el pimpón recababan energía y movimientos bruscos, el billar era un compendio de movimientos medidos, elegancia e inteligencia.
Las tres bolas de marfil o compuestos sintéticos brillaban sobre el paño verde en sus recorridos geométricos, despertando un sonido deslizante y pequeñas explosiones metálicas al chocar unas con otras. Dos eran blancas -una con un punto negro para distinguirla de la otra- y una roja, todas de igual peso y tamaño. Eran golpeadas por un palo largo llamado taco -una virguería de ebanista con incrustaciones de color- con una funda de goma en su parte inferior y una punta circular en el extremo del golpeo, que había que lubricar con una tiza de color azulino para evitar las temidas pifias.
El objetivo era hacer carambola: conseguir que la bola del jugador en turno golpease las otras dos bolas. Obtenían la victoria el jugador o pareja de jugadores que alcanzaban la cifra de carambolas fijada de antemano. Los perdedores debían abonar el coste de la partida, medido en pesetas por un reloj que corría más que “el tío la lista”. En las partidas se manejaba un argot propio, frases como que la carambola se había ido -malogrado- por la corbata o por la pechera; que un jugador se había “quedado”, es decir, había dejado una carambola fácil al contrincante, entonces nunca faltaba quien exclamase “así se las ponían a Felipe II” o bien “a Fernando VII”, ambos, por lo visto, reyes ventajistas. Si, por el contrario, el jugador al perder su turno dejaba una carambola difícil al contrincante, podía apostarse a que alguien advertiría “y esta rata quién la mata”. La pifia más vergonzante era rasgar el paño o tapete de la mesa, es decir, hacerle un “siete”. El dueño del Coímbra era Domingo Robles, conocido como “el tío del puro” por la sencilla razón de que nunca se le caía el puro de la boca. El encargado era el bondadoso Cárdenas, un hombre que nunca se enfadaba a pesar de las trastadas de la chiquillería sinvergonzona. Lo sustituyó un veterano con rostro fúnebre, de nombre Antonio creo recordar, nada dicharachero ni complaciente.
Poco después abrieron el Salón Moderno en la calle Juan Bravo 5, frente al edificio de la Sindical. Era una gran sala diáfana con varias mesas de billar, más lujosas que las del Coímbra, cuyas bolas se deslizaban por el paño con suavidad susurrante. Justo por encima de las mesas se extendía una lámpara de tubos fluorescentes para concentrar la iluminación. Tuvo una vida efímera. Más tarde se instalaron tres salones en la ciudad: el denominado “Juegos Recreativos Llopis” en la Avenida 1º de Mayo 2, planta sótano, que actualmente conserva el rótulo en la fachada y su puerta cerrada con un candado. El salón “Recreativos Espadas” en el Paseo de san Gregorio 47, local que actualmente se ofrece en alquiler. Y “Recreativos Morales” en el Paseo de san Gregorio 72, que conserva el toldo con su nombre y está cerrado en la actualidad.
Dejamos para el final un espacio que marcó a varias generaciones: el local de juegos de la Organización Juvenil Española (OJE). Situado en la calle Benéfica 1, al principio en la planta baja, que después destinaron a oficinas y salón de actos ubicando los juegos recreativos en la planta alta. La primera sala tras la entrada era la mayor y disponía de cuatro o cinco mesas de pimpón con un largo fondo tras las mesas que permitía al jugador retroceder para devolver los mates. La siguiente sala albergaba una mesa de billar de mediana calidad y daba paso al bar, de reducidas dimensiones, donde se podía jugar a la diana de dardos para, normalmente, dirimir el abono de las consumiciones. La sala del fondo hacía las veces de biblioteca y más tarde se instaló un tocadiscos con la loable intención de organizar bailes domingueros pero no resultaba fácil convencer a las chicas de que se sumasen a la causa. En todo el recinto se escuchaba el soniquete de las pelotas de pimpón, la actividad preponderante.
Intimidaba un poco la habitual presencia en el lugar del profesorado de gimnasia (don Servando, don José Pedro Fernández-Maquieira, don Benito, don Francisco Sánchez Menor, don Narciso… y del capellán o “pater” don Matías, un sacerdote en el que iban a la par su corpachón con su carácter bondadoso. El encargado de los juegos era Carmelo, alias “Garibaldi”, porque lucía patillas en forma de hacha como el político y militar italiano. Era tranquilo a más no poder y cuando reclamabas su presencia debías armarte de paciencia. Por su parte, el encargado del bar era Félix, otra persona amable y templada.
En nuestra etapa de apego a los salones recreativos, la felicidad no exigía demasiado, la teníamos al alcance de la mano con solo situar los tres monos o los tres peces en el punto de destino que garantizaba una partida gratuita, cuando metíamos un atronador gol en el futbolín, cuando la pelota de pimpón no podía ser contestada tras nuestro golpe o cuando hacíamos la carambola que completaba la cifra ganadora. Las reglas eran claras y sencillas y nuestra entrega no escatimaba esfuerzo para alcanzar la victoria.