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Son las 13:06 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
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     El comienzo de la pandemia del coronavirus fijó una frontera fatídica: los mayores de 65 años se convirtieron en candidatos preferentes para enfermar de gravedad e incluso para morir. Eso suponía, por si quedaba alguna duda, que las personas que habían rebasado esa edad formaban parte sin paliativos del grupo poblacional de los viejos.

     A los que transitábamos desde hacía un par de años por ese territorio, la noticia nos abrió de golpe los ojos. Nos decíamos que –sin entrar en detalles- no nos encontrábamos mal de salud. Que hasta ayer nos considerábamos aptos para muchas actividades que no casan con la vejez. Que los amigos y conocidos de nuestra edad tienen un aspecto que desmiente ser incluidos en la edad provecta. Que la vejez ya nos aguardaba, ciertamente, pero aún faltaba recorrido para adentrarnos en sus límites. En fin, que nos  resistíamos a alistarnos voluntariamente en sus filas.

     Los de esa quinta –que por cierto hemos vuelto a coincidir en el lugar de vacunación y la circunstancia nos ha permitido ponernos al corriente sobre algún compañero al que no hemos vuelto a ver desde que fuimos reclutas- somos conscientes de que la muerte se encuentra cada vez más cerca pero aún suscribimos la perspectiva de Borges ante el fatal desenlace:

                           “Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado

                           Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.

                            ¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,

                             Muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?”

 

     Todo el mundo reconoce que los viejos (evito acudir a los eufemismos tercera edad, personas mayores, séniores…) han sido los principales damnificados por la pandemia, han sufrido la mayor tasa de mortalidad, las secuelas más graves si han logrado seguir con vida, secuelas tanto físicas como psíquicas. Han sido, para colmo de males, los que más miedo han pasado durante los meses álgidos de la epidemia. Y el miedo ha alcanzado niveles de crueldad espeluznante en las residencias donde quedaron atrapados a merced de los estragos de la enfermedad sin que sus cuidadores encontraran el modo de ponerlos a salvo. Salvo contadas excepciones, el personal de las residencias ha compartido con los residentes las consecuencias de la calamidad y ha hecho causa común con ellos.

      El miedo ha estado teñido de negros presagios: morir en soledad, sin el consuelo del acompañamiento final de los allegados, ser enterrado sin oficios religiosos o sociales,  ser aislado en féretros sellados para evitar el estigma del contagio. El miedo ha privado a los viejos de poder abrazar a los nietos y de recibir visitas en su lugar de residencia durante mucho tiempo. Han considerado los espacios públicos como focos de potenciales infecciones. En definitiva, la pandemia del coronavirus ha trastocado la vida de los viejos hasta extremos inhumanos y ha convertido su existencia en un infierno.

     Cuando por fin empezamos a salir de  nuevo a la calle protegidos por la mascarilla y con las recomendaciones de mantener la distancia y evitar tocar los objetos, era visible el reflejo del miedo en las miradas de los viejos, era apreciable que preferían dar un rodeo para no cruzarse con los demás en las aceras, que no sacaban las manos de los bolsillos para recordar que todo contacto estaba vedado. Los saludos los efectuaban a distancia y con las palabras indispensables. Lamentablemente, todo el mundo era sospechoso de poder contagiar el virus. La vida había sufrido una alteración que no resultaba imaginable en una época en que el ser humano estaba convencido de que las pestes y pandemias eran cosa del pasado (como la muerte en el poema de Borges). En nuestra ciudad, quién no habrá recordado la peste negra que dio origen al Santo Voto. Afortunadamente, la devastación no resulta comparable pero uno y otro caso han sido episodios de enfermedades infecciosas.

     Ahora que lo peor ha pasado y el proceso de vacunación tranquiliza a los más vulnerables, son muchas las voces que reclaman un reconocimiento a los viejos, que se sumaría al merecido por los colectivos que han batallado en vanguardia contra la pandemia. No solo por interés generacional me sumo a esta iniciativa, creo que se lo tienen bien ganado. Una tarde, tras el aplauso al personal sanitario, una vecina comentó desde su balcón a la vecina de enfrente: “Nos han metido el miedo en el cuerpo y ahora a ver quién nos lo saca”. En ese cometido imprescindible todos podemos aportar nuestra contribución. No solo para quitar el miedo a la pandemia sino para quitar el miedo a la vida, que avanza a pasos agigantados según se cumplen años, creando en la vejez la desazón de que cada vez se necesita más ayuda para afrontar cualquier actividad cotidiana. La obsolescencia programada de los objetos afecta al ser humano.

     Me encantan las dedicatorias que llegan al programa “Música a la carta” que emite Radio Clásica las mañanas de los días laborables. Las personas que están tras ellas suman bastantes decenios, incluido algún nonagenario, y solicitan alguna pieza clásica para su cónyuge, familiares o amigos. Sus palabras son un ejemplo de nobles sentimientos y bondad hacia los destinatarios. Un reconocimiento al pasado, a la vida transitada en compañía, a los efectos terapéuticos de la música. Dedicatorias que la conductora del programa, Amaya Prieto, sabe poner en valor como paradigma de las más nobles relaciones afectivas.

     Es una suerte poder contar con el apoyo familiar para restablecer el maltrecho ánimo provocado por la pandemia. Justo antes de empezar a redactar este artículo he recibido un WhatsApp de mi hija con una canción que hoy mismo ha sacado  Funambulista a las ondas –ella es fan incondicional del cantante-. Un tema que será todo un éxito. Se titula “Me gusta la vida”. Es una delicia. Contiene un mensaje sencillo, sentido, acariciador, dirigido a restañar heridas. Digno de convertirse en la continuación del emblemático “Resistiré” del Dúo Dinámico. Si hemos resistido con la ayuda de las estimulantes palabras del veterano dúo, ahora procede reconciliarnos con la existencia merced al vitalismo pegadizo del joven equilibrista. Agradezco a mi hija que haya compartido su música y  buenos propósitos conmigo y recomiendo a todos, especialmente a los viejos –pidan ayuda si es necesario para escuchar la canción- que disfruten de un buen momento dejándose llevar por este homenaje al presente. A seguir adelante.

Eduardo Egido Sánchez
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