Hace un par de veranos disfruté de unas vacaciones familiares en Galicia. Fue un auténtico gozo visitar los monumentos y pasear las calles de varias ciudades, saborear su gastronomía y sus deliciosos vinos y dejarse ganar por la idiosincrasia y hospitalidad de la gente gallega. Aún recuerdo a las camareras que servían el desayuno en el hotel de La Coruña y cómo alegraban la mañana con su dulce acento por más encapotado que amaneciera el cielo. Cuando recalamos en Pontevedra nos sorprendió gratamente la ciudad, quizá porque no albergábamos grandes expectativas sobre ella. Y nuestra sorpresa fue en aumento al visitar el casco antiguo por un doble motivo: sus edificios y la limpieza de sus calles. Una limpieza absoluta en la que no se apreciaba ningún signo de suciedad, que permitía caminar sin necesidad de mirar el pavimento para sortear “obstáculos” indeseados. Comentamos la satisfacción y el orgullo que debían de sentir los pontevedreses por vivir en una ciudad tan pulcra y por poder ofrecerla a los visitantes.
Este asunto es un tema de conversación habitual en Puertollano, aludiéndose a la falta de limpieza de nuestras calles. Creo que existe un consenso generalizado acerca de que este cometido es manifiestamente mejorable en la ciudad. Los responsables municipales son conscientes de ello y para mejorar la situación, además de emplear considerables recursos económicos y humanos, emprenden periódicas campañas con el objetivo de crear una educación social que implique a la ciudadanía en el asunto. En esta línea, desde hace algún tiempo se puede leer en los paneles callejeros el lema que afirma que tenemos una ciudad limpia, como modo de reclamar ese objetivo y convocar a todos para que dicho lema sea cierto. Es una estrategia válida: si nos creemos poseedores de una virtud determinada, actuaremos animados por esa creencia. Lo esencial de este tipo de campañas es pedir la colaboración de todos para conseguir el propósito. A mediados de los años ochenta del pasado siglo hubo un concejal de limpieza en nuestro Ayuntamiento, Jovita Juárez, por cierto una excelente persona muy concienciada con su labor, que solía repetir que la mejor limpieza era la que no había que hacer. La primera vez que se lo escuché, pensé que la frase era una perogrullada pero después comprendí que tras su apariencia de simpleza escondía el mensaje inequívoco de que la limpieza de la ciudad implicaba la colaboración de todos.
Y en ello seguimos. Porque aunque opino que cada vez son más las personas que ponen de su parte para mantener limpias nuestras calles, plazas y edificios públicos, aún no se ha llegado a convencer a la totalidad. Y en esta cuestión, como en tantas otras, el esfuerzo de la mayoría se ve empañado por la desidia o mala voluntad de una minoría. Las personas que no colaboran en esta norma básica de convivencia –convivir significa vivir con, es decir vivir con los demás, y de ello se derivan unas obligaciones elementales para favorecer la vida en común- lo hacen fundamentalmente por dejadez o por rechazo. En el primer caso, esta actitud es fácilmente superable y quizá baste con reforzar las campañas que motivan a mantener limpia la ciudad y con dar facilidades para ello: multiplicar el número de papeleras, poner al alcance de los vecinos todo tipo de contenedores, con lo que también cumpliremos con nuestro deber de favorecer el reciclaje. En el segundo caso, quizá la política más apropiada sea la que se centra en la integración social de la ciudadanía, ya que a menudo este comportamiento responde a un modo inapropiado de protesta por parte de las personas que viven en alguna situación de exclusión social. Si a mí me va mal, por qué he de facilitar el bienestar de los demás. Si a mí me va bien, actuemos de modo que a todos les vaya así.
Hay dos apartados que especialmente suscitan el malestar general, los excrementos de perros y las secuelas del botellón. Los propietarios de animales ponen de manifiesto una sensibilidad especial al cuidar de sus mascotas. Resulta loable su actitud para atender todas las necesidades de sus protegidos, desde las más básicas hasta las más específicas. Y esa sensibilidad los convierte en personas comprometidas con las normas cívicas. Pero, lamentablemente, también entre ellos existen excepciones, al menos en lo que respecta a la recogida de los excrementos que se depositan en la vía pública. La calle Numancia, particularmente el tramo comprendido entre el pabellón “Luis Casimiro” y la calle Copa, es una zona donde proliferan estos indeseados ornamentos. También en “el caminillo” se encuentra el caminante con alguna sorpresa, si bien es justo reconocer que se trata de excepciones que confirman la regla de que la gran mayoría de personas que llevan allí a sus perros para que se expansionen cumplen con su deber.
El asunto del botellón es peliagudo. No parece adecuado acostumbrar a los jóvenes a que se crean con derecho a dejar abandonados los restos de su diversión y enviar una brigada de limpieza para llevar a cabo lo que a ellos corresponde. Quizá podría experimentarse un procedimiento que pusiera a disposición de los jóvenes un recinto bien acondicionado (iluminación, condiciones higiénicas, comodidad, mobiliario, abundancia de contenedores…) a cambio del abono de una módica entrada. En contraprestación, los participantes se comprometerían a depositar en los contenedores sus envases y respetar la dotación del recinto. La gestión económica y funcional del mismo la realizarían los propios jóvenes por medio de algún modelo de organización de carácter altruista y sin ánimo de lucro.
Vivir en una ciudad limpia es lo mismo que vivir en una casa limpia, una necesidad, un derecho y un placer. Vivir en una ciudad limpia es la carta de presentación de un colectivo ante sus propios vecinos y ante los visitantes. Si aceptamos que la cara es el espejo del alma, la limpieza de una ciudad es el exponente de otras muchas virtudes y atributos ciudadanos.
Eduardo Egido Sánchez