Agujero Negro

Por Antonio Carmona Márquez

Una noche me soñé asomado a un precipicio. Estaba sentado al borde de un brocal fronterizo entre el todo y un pozo sin eco ni fondo. Allí se abismó el camino y el arriero, el ton y el son, la almohada y sus consultas, el viejo y el mar, el aleteo de las mariposas y sus efectos, el ojo y el diente, la casa del herrero y su cuchara de palo, el guarro y su san Martín, el tal palo y la tal astilla, las mareas y la singularidad del faro que las gobierna. No podría asegurar si se trataba de un lugar sin norte o un tiempo sin segundero.

Un horizonte de sucesos, más bien, cuyo encanto no dejaba de atraer, de requerir, de embelesar en carrusel antrópico de azules cobalto. Y allí abajo (¿o allí arriba?) se condensaba un coágulo homogéneo, armónico y radiante precipitándose de vuelta al universo tal como lo haría la suma de todas las historias posibles, tras estar sometidas a la máxima gravedad. Así, desde la nada, se trocó el arriero en camino, el camino en arriero, el olor en recuerdo, las sensaciones en música, la hecatombe en esperanza… Una noche me soñé asomado a un precipicio y ni siquiera sé si desperté. No sabría decir si desde entonces es ese agujero negro el que me sueña a mí.