A veces tienes la impresión de que todo en esta vida lo tienes bajo control. O eso le parecía a este ciervo mientras caminaba por sus senderos paradisíacos, sus bosques de ensueño con riachuelos y abundancia de comida jugosa y fresca dispuesta allí, al alcance de su trote ligero y distraído. Por no mencionar un harén de sublimes ciervas atentas a sus libidinosos caprichos en un mundo sin apenas depredadores. Pero un buen día, tras dar un grácil brinco, tropezó con un enredo que alguien dejó allí por descuido o por pura desidia. Desde luego no era una valla, de cuya existencia y peligro ya estaba bien percatado este ciervo, sino un ovillo de alambre amarrado al tronco de un árbol y a la rama de otro. Un tinglado demoníaco que ni siquiera merecía el calificativo de trampa.
Al principio no podía suponer que aquello significara el final agónico de sus días, por eso luchó desesperado con todas sus fuerzas durante un tiempo que le pareció inacabable. Cabeceó, coceó, forzó posturas inconcebibles, se agotó, descansó y vuelta a empezar. No parecía sino que ahora la maraña estaba aún enganchada con más firmeza debido a la tensión de sus espasmódicos movimientos. Tras el paso arrollador de las horas, a su instinto se le encendió una luz roja de alarma en aquel tétrico escenario de vida o muerte. Ya sabía lo que era la vida y, desde luego, no quería saber a qué olía la muerte. Nadie quiere, por mucho que se la adornen con promesas piadosas de una “mejor vida”. Sin embargo