Hoy es, por fin, el día del examen. He aparcado lejos de la universidad. Siempre lo hago así para tener más tiempo y darme el gusto de caminar antes de enfrentarme a la prueba definitiva. Es un largo paseo (Paseo de la Estación) de suelo impregnado por una lluvia que apenas es digna de su nombre. ¡El examen, por fin! Luz rojiza, brisa tenue de un atardecer nublado y frío de febrero.
Tengo tiempo de sobra para llegar. Salí de mi pueblo con más de dos horas de antelación. Ni siquiera sé con certeza dónde está el lugar al que me dirijo. Se lo pregunto a alguien y ya está, tal como se ha hecho toda la vida. “Mucho me temo que va usted en sentido contrario”, me acaba de decir este viandante. “He oído decir que está por allí.”
Resulta chocante escuchar una locución en esta jerga tan extraña, —exótica, diría yo, si es que “exótica” significa algo a estas alturas—, resulta curioso oír hablar en una lengua tan melodiosa a alguien que vive tan cerca de mi pueblo. Parece ser que todos se comunican por aquí de este modo. Sin embargo, nos hemos entendido muy bien.
Como tengo tiempo de sobra, me he parado un rato para charlar con él y paladear sus peculiaridades léxicas. Utiliza tres tipos de “que” en su lengua, dependiendo de si con ese vocablo quiere introducir un hecho, una opinión o algo que le hayan dicho. Son “ques” diáfanos, diferentes unos de otros y cargados de ingenua intención. No como nuestros “ques”, esos “ques” uniformados y cacofónicos, siempre dispuestos a enzarzarte el camino en mitad del mensaje: “que te he dicho que no quiero que me quieras tanto”.
También a él le debe haber resultado chocante que yo haya hecho caso omiso a sus indicaciones. He seguido mi largo y húmedo paseo con olor a ferrocarril de antaño. De nada hubiera servido cambiar de dirección. Aunque vayas en sentido contrario o en bucle o te detengas, el futuro —¡el examen!— siempre está ahí delante, como si el tiempo fuera una dimensión lineal, una cinta que vamos recorriendo desde atrás hacia el frente. Un celuloide que dividimos en segmentos de años, meses, semanas, días sin que ni siquiera el propio “Tiempo” sea consciente de ello, ni mucho menos le importe. Nuestro tiempo es una película cercenada a tijeretazos, sobre la que censuramos retazos pasados que no nos interesan, que hemos olvidado, que nos gustaría olvidar.
Tengo tiempo de sobra y esta ciudad se me está haciendo seductoramente infinita. Me entretengo en pensar que si todo fuera ciudad, si todo nuestro mundo hubiera sido siempre ciudad y nada más que ciudad desde el principio de los tiempos, entonces no existiría el término “ciudad”. La palabra “Ciudad” existe porque contrasta con naturaleza, con aldea, campo y lumbre de hoguera. Cuántas otras caras de la realidad estaremos ahora mismo “normalizando” hasta tal punto que nos impiden siquiera imaginar cualquier otra alternativa a la que dar nombre.
¡Pero, qué estoy haciendo! Debería apresurarme para llegar lo antes posible a la universidad. ¡El examen! Tendría así más tiempo para repasar el Manual, para consolidar el sentido de las frases y, sobre todo, el significado de los subrayados y las notas al margen. Las notas escritas por mí al margen son los únicos conceptos que ahora me parece recordar. La verdad es que ya no me acuerdo de nada. Ni siquiera tengo la sensación de que sea yo en estos momentos el que se mueve, el que camina. La realidad circundante se proyecta sobre mí como un flujo caleidoscópico mientras permanezco estático, intentando comprender por qué la puerta de este edificio institucional me está fagocitando.
Otros muchos como yo están ya dentro, manoseando sus Manuales y sus apuntes, taladrándolos con sus miradas febriles de ansiedad. ¡Qué torpe he sido! Debería haber dejado migas de pan a lo largo del camino para orientarme, para poder hallar el camino de vuelta. Pero, ¿volver?... ¿A dónde?... El futuro siempre está ahí delante.