Por Antonio Carmona Márquez
¿Y las nubes? Desde el altozano, sentados en aquel banco, veíamos cómo surcaban el cielo marcando el paso de nuestro tiempo. Rara vez coincidíamos en cuanto a la sugerencia de sus formas. En las nubes que tú barruntabas una barracuda, un dragón que se rascaba la barriga sobre la sierra, una tortuga, una gallina o una nave espacial…, yo adivinaba la silueta de países sin paisaje ni nombre. “Lo que importa no es la forma de la nube”, dijimos, “sino la inquietud que en ti bulle”.
Observábamos también, allí abajo, cada detalle del terruño sobre la que antes habíamos caminado, detalles ocultos hasta que la altura nos permitió escudriñar sus entresijos. Aunque ni siquiera desde allí arriba, podíamos percibir más allá de lo que nos permitían nuestros sentidos corpóreos y mundanos. “Tiene que haber mucho más, mucho más… Pero no estamos preparados para asimilarlo”.
Nos gusta creer que la naturaleza es la única entidad que nos ayuda a atisbar, a intuir la quintaesencia. La naturaleza y los sueños. Esos sueños de lo invisible que nos sobresaltan, que nos retornan sobrecogidos a la vigilia de lo visible.