Por Antonio Carmona Márquez
Son tantos los nombres de escritores y artistas que encontraron cuna o morada en este término que te surge la pregunta de si no habrá aquí un reto, en el que el autor ha de ponerlo todo y estrujar su imaginación ante una tierra de horizonte lineal, de sutiles trasparencias, donde te topas con la intemperie que más se parece a un lienzo en blanco, que invita a la introspección y a lo metafísico.
Decía el pintor Antonio López Torres, tío del también enorme pintor Antonio López García, que desde niño no era su intención copiar la naturaleza que le rodeaba, sino interpretarla. Desentrañar Tomelloso y a los tomelloseros que la habitaban a principios del pasado siglo no debió ser una labor comprendida por la mayoría de sus vecinos, enfrascados en una dura economía agropecuaria, convencidos de que vivir se trataba entonces de un caprichoso sinónimo de resistir.
Fue así como Antonio López Torres, lienzo a lienzo, fue sacando leche de una alcuza, fue creando paisajes y personajes que sesteaban en la era, muchachos atando un haz de leña, niños jugando a las bolas, bebiendo agua en un cubo, bodegas, bodegones, carros, segadores y esas construcciones de arquitectura pedregosa y arcaica: los bombos que “tridimensionalizan” una realidad tomellosera desplegada en planos y atmósferas tiznadas de una luz que se nos antoja respirable. Antonio consiguió pintar ese aliento de una tierra en la que conviene aprender a guarecerte bajo tu propia sombra.