Por Antonio Carmona Márquez
Me esforcé tanto en aprender lenguas que nadie habla para así poder viajar. Como el significado de un chasquido inconsciente de reprobación o la connotación de un “¡sí, sí!” que niega mucho más que un “no”. Hace tiempo que renuncié a dejar migas de pan en el camino. Hace mucho tiempo que camino sin fijar un destino. Me dejo guiar por la intuición, ese instinto que amontona equívocos en tu memoria y te atiborra el pensamiento de engaños que consuelan: el futuro casi se ve allí al frente y el pasado se quedó ahí detrás.
Solo nos queda la certeza de la naturaleza y un laberinto que la hace inaccesible. Se asemeja a todo aquello que amas porque no lo comprendes, a todo aquello que sabe imaginarse a sí mismo con tal perfección que no necesita de tu aprobación. Por eso ahora me dejo sorprender por la flor en el desierto aquel, por la alfombra de musgo sobre la roca y procuro evitar la multitud que se agolpa en las torres de Babel.