El mal

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Son las 07:05 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
El mal

A fuerza de alterar el mundo a nuestro antojo hemos llegado a creernos los amos de la creación. Tal es el poder logrado por el ser humano a lo largo de su evolución como especie que nada parece escapar a su control. Con un simple gesto de la mano hoy se trasvasa la riqueza desde un extremo a otro del planeta, se accede con precisión quirúrgica a los pormenores vitales de cualquier individuo y hasta se modifica el estado anímico de una sociedad. Los grandes líderes, las grandes corporaciones y los grandes financieros se reparten las cartas ganadoras de la baraja mundial, dejando sólo algún remanente del descarte para el común de los mortales. Estos saldos de liquidación aun son un sueño inalcanzable para las legiones de desheredados, si bien al ciudadano medio del primer mundo también le es dado sentirse dios cuando se comunica en tiempo real con las antípodas o hace la compra desde casa con el teléfono móvil.

El mundo virtual, que debería servirnos para conocer mejor el mundo verdadero, deriva con frecuencia en ilusión, en la fantasía de hacernos creer que nuestros deseos se convertirán, tarde o temprano, en realidad. Si la imaginación humana no tiene barreras, la tecnología parece empeñada en prolongar hasta el infinito las aspiraciones y necesidades de los individuos, en satisfacerles cualquier demanda, cualquier anhelo, cualquier sueño. La obsolescencia programada de nuestras máquinas aniquila todo afán de permanencia, de contentamiento con lo que tenemos y con lo que somos. Olvidamos que el genio de la lámpara sólo actúa tres veces y luego se retira a descansar una eternidad. Y es entonces cuando nos damos de bruces con la realidad: las enfermedades que nos matan no van a desaparecer y el sufrimiento aguarda tras la puerta a que la dejemos entornada para colarse y así hacernos conscientes de que seguimos siendo seres humanos mortales, con toda la grandeza y toda la vulnerabilidad que ello conlleva.

Una de las mayores decepciones del hombre moderno ante este mundo virtualmente acomodado a sus deseos es la persistencia del mal. El mal como concepto no es químicamente puro ni físicamente estable pero tampoco es una mera noción abstracta circunscrita al ámbito de la filosofía o la moral. El mal tiene una presencia constatable en la vida cotidiana porque forma parte inseparable de ella, cobra apariencia en cada acto humano, asedia la voluntad y pugna con el bien, aunque ambos no sean enemigos excluyentes sino dos caras de una misma realidad, la de la condición humana. Resulta a veces muy sencillo discernir el bien del mal de forma rotunda, otras las fronteras se desvanecen en la ambigüedad de la conducta humana. Todos luchamos por ser buenos, excepto quizá aquellos inclinados, sin ambages y por la razón que sea, a la perversidad y la violencia. Y es en este territorio oscuro donde nuestra ilusión de un mundo idílico se desvanece: en los dominios de la maldad extrema que creemos desterrada de nuestro entorno más inmediato (la familia, el grupo social, la comunidad) pero se nos aparece en ocasiones de modo rotundo e incuestionable.

Ocurre esto cuando los medios de comunicación nos ponen ante la cara los actos abominables cometidos por personas que, siendo potencialmente como nosotros, han cruzado al dominio de las tinieblas llevándose por delante en su camino la vida de otros seres humanos. Esta maldad sin maquillaje, real y no virtual, escondida tras coartadas ideológicas de todo tipo o cruda y directa, pavorosa siempre, nos resquebraja por dentro y nos aterra aunque la contemplemos de lejos y como meros espectadores. La conmoción de sabernos frágiles es tanto más intensa cuanto más se aproxima a nuestro espacio vital, cuanto más de cerca amenaza la seguridad de nuestras calles y nuestros hogares, que creíamos inmunes al estremecimiento de la brutalidad. La vida deja entonces de ser un videojuego o una película porque el mundo virtual devuelve al mundo real las imágenes que le tomó prestadas y nos las presenta en el telediario y no en la videoconsola. Y así es como se rompe la burbuja presurizada del pensamiento omnipotente, volvemos a poner los pies en la tierra y en el cerebro centellea el recuerdo de aquel tiempo remoto en que era un éxito llegar con vida al día siguiente.

Juan Felipe Molina Fernández