La buena gente (carta a mi padre)

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Son las 08:47 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
La buena gente (carta a mi padre)

Querido padre:

Han sucedido muchas cosas desde que nos dejaste o, por mejor decirlo, desde aquel día en que esa realidad insondable y caprichosa a quien llamamos destino te llevó consigo. Procuraré ser riguroso al contártelas, pues la incertidumbre que representa el lugar donde ahora te hallas (un espacio que algunos suponen frío y oscuro, pero bien pudiera ser un estado apacible de perfecta quietud adonde todos anhelaríamos llegar) me conmueve hasta el extremo de sentirte tan próximo como en los días ya lejanos en que podía verte y tocarte.

Aquí, en tu pueblo, en tu amado Puertollano, el Puertollano por el que trabajaste con tesón, los acontecimientos se vienen sucediendo en una especie de vaivén de cuyo final unas veces parecemos estar más cerca y otras alejarnos sin remisión. La vida te hizo asistir al cierre de tus añoradas minas de carbón, aquellas a las que bajabas siempre que se te presentaba la oportunidad sólo por el placer (sería más apropiado llamarla necesidad) de recorrer unos tajos que eran como las venas de tu propia sangre, tal como el niño vuelve insistentemente de mayor al hogar donde nació. De esa vieja minería perdida pudiste contemplar los símbolos de su recuerdo, como su museo o el monumento al minero, ese cuya estética no te convencía del todo al principio, pues hubieses preferido una escultura más realista, más clásica, como aquella que proyectaste en tu idea pionera hace más de cuarenta años, pero una escultura que a fuerza de contemplar el valle minero ya está dotada con el rostro, los pesares y las alegrías de los miles de hombres que horadaron la cuenca para conseguir de ella su sustento y la riqueza de la ciudad. También pudiste presenciar el traslado del castillete del Pozo Santa María a su ubicación actual, justo en el centro de una rotonda por la que se entra y se sale de Puertollano así como los mineros penetraban en las entrañas de la tierra y salían de ellas a bordo de una jaula ahora detenida para siempre. He de decirte que este castillete me impresiona cada día más, pues en sus líneas de fina arquitectura industrial veo a un bello e imponente coloso que guarda con su altísima y esbelta figura las puertas de la ciudad, tal como lo haría un gigante bonachón y pacífico entregado con celo a su cuidado.

Otros símbolos de la minería y de la ciudad se perdieron para siempre. El último en caer ha sido la chimenea de la vieja central térmica, aquella que propagaba un hollín penetrante por todo el pueblo y por el valle entero tras cumplir con su función de transformar el carbón en kilovatios de electricidad. Ya sabes que los combustibles fósiles están mal vistos por su rotundo efecto contaminante, pero seguimos importando petróleo a mansalva (¿cuántas personas están dispuestas a cambiar sus hábitos consumistas con tal de echar una mano al planeta?) y somos incapaces de consolidar en este país (o no nos dejan, o no interesa hacerlo) una red eficiente de energías renovables. ¿Te acuerdas?: cuando tú estabas entre nosotros aún había quienes negaban el cambio climático, incluidas voces supuestamente autorizadas y (luego supimos) evidentemente interesadas o ignorantes de científicos y políticos que se mofaban del retroceso de los glaciares y de los hielos polares como en un mal chiste de un mal bufón. Hemos pasado un verano ardiente, el sol resplandece este otoño con atributos primaverales y las temperaturas no paran de subir, pero ¿dejaremos de mirar hacia otro lado antes de poner remedio, entre todos, para evitar llegar al punto sin retorno?

Porque (y en esto no han cambiado mucho las cosas desde que tú te fuiste) ciertos dirigentes sufren una ceguera para las distancias largas que resulta estremecedora. Pues se obstinan en resolver problemas inexistentes o se dedican a crearlos en una suerte de absurdo onanismo, de exhibicionismo narcisista que obliga al pueblo llano a estar pendiente de sus ocurrencias, de sus inanes inspiraciones salvíficas que habrían de llevarnos (así se nos vende) a una utopía dorada, pero no conducen más que a la impotencia y la desesperación. Entretanto, lo que de verdad sí importa queda aplazado una y otra vez, condenado a girar sin fin en la rueda del hámster, mientras los problemas reales se agravan, o se perpetúan, o se expanden, o se pudren de vejez y van cosechando nuevas víctimas.

La vida no te permitió presenciar el espectáculo de la crudelísima crisis que se desató al poco de irte tú. De haber estado aquí la hubieses sufrido en tus carnes de jubilado y pensionista, de paciente de la sanidad pública, de usuario de prestaciones sociales, de abuelo con nietos en la educación pública, de miembro de una clase media sometida a estricto adelgazamiento (imagínate a los más desfavorecidos), de ciudadano responsable que se hubiese preguntado: ¿qué están haciendo con nosotros? Y la misma pregunta te hubieras hecho tras asistir cada día en el telediario al impúdico espectáculo de la corrupción en tiempos de recortes, de los cohechos, de las comisiones ilegales, de los privilegios para quienes masacraron empresas, dilapidaron fondos públicos y propagaron, con su ineptitud interesada, estrecheces y ruina entre sus conciudadanos. Ante tal panorama habrías sentido miedo por el futuro de tu país, tú que viviste la guerra, conociste calamidades y aprendiste que los pueblos llevados al límite rugen con furia y dan zarpazos desesperados cuando se les tienta en exceso. Muchas veces se ha dicho de nosotros, no sin razón, que somos una nación cainita, nuestro peor enemigo, una nación donde las corruptelas anduvieron sueltas tanto por las altas como en las bajas esferas. Pero al final, créeme, te hubieses admirado de la paciencia y tenacidad de nuestros paisanos, de su valentía y sentido común para mantener a flote el país y, de paso, salvarse ellos mismos. Al final te hubieses sorprendido y alegrado porque las costuras del país no hayan reventado bajo tanta presión y agotamiento, porque la buena gente haya continuado levantándose cada mañana para cumplir sus obligaciones con una sonrisa en los labios y unos gramos de esperanza en el corazón.

Queda mucho por contar, padre, y así podríamos seguir hablando horas y horas, tal como a ti te gustaba. Tarde o temprano, ya sabes, volveríamos a rememorar sucesos, personas y recuerdos de tu amado Puertollano. Es cierto: cada día son más visibles las ausencias en las calles de tu pueblo, porque el paso del tiempo no cesa de barrer el presente para hacer sitio al porvenir y contemplarías ahora muy pocos rostros reconocibles en ellas. Pero no importa: nadie se marcha nunca del todo.

Y ya sólo te diré, para despedirnos, que tu casa sigue en pie.

Juan Felipe Molina Fernández
Fotografía: Guillermo Molina Fuentes