Panteón de edificios ilustres de Puertollano: el Hotel Castilla

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Son las 17:36 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Panteón de edificios ilustres de Puertollano: el Hotel Castilla

Eran niños y les gustaba jugar. Por eso muchas tardes, después de comer, subían con sigilo a la azotea de su casa, echaban una carrera por llegar el primero al pretil y se encaramaban a él de un salto. Desde allí arriba podían otear un buen trecho del Paseo de San Gregorio hasta la marquesina plateada de la Fuente Agria, el tendido de sol y el almacén de piensos de la plaza de toros frente al mercado de abastos y el arranque de la Avenida de los Mártires, que al poco se llamaría Primero de Mayo. Si alzaban la vista por encima de las copas de los árboles y de los edificios más altos alcanzaban a ver las casitas minúsculas esparcidas entre las peñas del cerro Santa Ana con las ruinas en su cúspide de la Chimenea Cuadrá, apenas un cuadrángulo desdibujado recortándose contra la línea del cielo sobre la cresta de la colina y adonde ascenderían con sus amigos para comer el chorizo por San Ildefonso, si hiciese bueno.

 

Pero la razón por la cual aquellos niños se aupaban al pretil de la azotea se hallaba justo al otro lado del murete, en la propiedad contigua y tres pisos por debajo de donde ellos estaban. Allí existía un pequeño patio descubierto que comunicaba las cocinas con el restaurante y los salones del viejo Hotel Castilla y que sirvió de corredor por donde en otro tiempo habían circulado con prisa inextinguible las camareras y el personal de servicio portando mantelerías, ropa de cama, toallas, bandejas, comandas y viandas. Hasta allí abajo, hasta las losetas que embaldosaban ese patio diminuto, desvencijado y desierto, aquellos niños subidos al pretil de la casa vecina iban arrojando, uno  a uno, los mendrugos que se habían metido en los bolsillos durante la comida sin que sus padres llegaran a enterarse. Y lo que sucedía tras cada impacto de pan sobre el pavimento sucio era que unas ratas pardas, enormes como gatos –así al menos les parecían a aquellos niños–  surgían de improviso desde las cuatro esquinas del patio, se abalanzaban sobre los pedazos de pan, los atrapaban de un bocado y se retiraban hacia sus escondrijos a la misma velocidad con que habían surgido de la nada. Cada rociada de mendrugos sobre el patio era seguida de una nueva aparición de ratas hambrientas que desataba en aquellos niños un jolgorio de asombro y alborozo sólo interrumpido cuando en los bolsillos ya no les quedaba más cebo por echar.

 

Ese viejo Hotel Castilla había sido construido en un tiempo lejano en el que aún se viajaba a pie, a lomos de caballerías o en carruajes por caminos polvorientos y fatigosos, también en lentos trenes de madera tirados por locomotoras de vapor. Por aquel entonces el siglo XX llevaba muy poco trecho recorrido, apenas una década de expectación y sobresaltos. La primera de las grandes guerras que lo asolaron estaba por llegar, en España se acababa de permitir a las mujeres acceder a los títulos universitarios y no alcanzaban a un par las docenas de automóviles matriculados en la provincia de Ciudad Real. La electricidad, el teléfono y el agua caliente se abrían paso lentamente como antesala de las otras aspiraciones, comodidades y exigencias que habrían de venir y a las que todo ser humano acabaría teniendo derecho. En varios de estos progresos el Hotel Castilla fue un adelantado a su tiempo, una avanzadilla de la modernidad para una localidad que necesitaba establecimientos hosteleros a la altura de sus aspiraciones. Porque la riqueza del oro negro del carbón ya corría en abundancia por Puertollano, este pueblo fronterizo, abierto y mestizo venido a más cuyo futuro se presagiaba tan prometedor.

 

Durante su larga existencia el Hotel Castilla alojó a todo tipo de gentes y con ellas dio cobijo a la inabarcable panoplia de sus historias personales. Recordemos al bañista de las aguas medicinales en busca de alivio para su dolencia, al viajante a la caza de una buena venta entre los comerciantes del pueblo, a los artífices foráneos del corazón industrial y minero de la localidad, al emigrado que retornaba unos días al pueblo para visitar a los parientes o al simple viajero curioso, ese que hoy día llamaríamos turista. Resulta tentador dejarse llevar en alas de la imaginación y fantasear con actores, cantantes o bailarines volviendo exhaustos a sus habitaciones tras una noche triunfal en el Gran Teatro, o con el torero que iría santiguándose calle Aduana abajo hacia su tarde de gloria y regresaría al hotel con la taleguilla ensangrentada. Las bombas de la aviación rebelde haciendo temblar el patio acristalado mientras un soldado republicano limpia su arma a la espera del asedio definitivo. Miguel Hernández contemplando el lienzo blanco en la pared de su habitación iluminada por el sol poniente y quizá la inspiración se entretuviese ondulando metáforas sobre un mar sereno a punto de verse sometido bajo la tempestad más salvaje. Frente al mostrador de recepción discurrieron equipajes cargados con el sueño de la vida y de la muerte: con lo oculto y lo evidente, con la pasión y el desaliento, con la mentira y la promesa, con la bondad y el sobresalto, con una bienvenida y el adiós. Cada viajero del hotel trajo algo consigo hasta Puertollano y algo se llevó a cambio, siquiera una despedida sin fecha de retorno. En el libro de registro quedaron marcadas sus firmas como prueba fehaciente del tránsito por esta historia que concluyó, como tantas otras, a golpe de excavadora en los años 70.

 

Antes de ser demolido y reemplazado por un bloque de viviendas y locales comerciales el Hotel Castilla puso a la venta sus vajillas. Algunos de los platos que habían albergado los manjares servidos en su restaurante, platos ya desportillados y amarillentos por el uso y por el tiempo, acabaron en una alacena de la casa de al lado. Esa casa desde cuya azotea unos niños jugaban a echar mendrugos de pan a las ratas, enormes como gatos, que fueron los últimos huéspedes del Hotel Castilla.

Juan Felipe Molina Fernández