Un puertollanense por Madrid (I): En el día del gran apagón

Escucha la radio con La Voz de Puertollano
La Voz de Puertollano
La Voz de Puertollano en Facebook
La Voz de Puertollano en Twitter

 

 

Campaña transporte CLM

subrayado
Son las 03:40 del Martes, 24 de Junio del 2025.
Un puertollanense por Madrid (I): En el día del gran apagón

 

Por Juan Felipe Molina

 

Era una mañana radiante y hermosa, de cielo despejado y refulgente bajo un sol cegador, ese cielo luminoso azul intenso que corona Madrid cuando el aire de la sierra aclara el rastro visible de la contaminación y le hace a uno sentir que se halla bastante cerca de paraíso terrenal.  Era la mañana del último lunes de un mes de abril que, como de costumbre, nos había traído en lo climatológico días templados, atardeceres frescos y chubascos inesperados, mientras el acontecer diario en cada una de las veintisiete jornadas anteriores nos había presentado sucesos quizá fortuitos, quizá desconcertantes, quizá abrumadores. Nada fuera de lo habitual, por lo demás, en unos tiempos tan caprichosos y volubles en los que lo imprevisible va alcanzando la categoría de norma. De modo que aquella mañana, como en tantas otras, más valdría pertrecharse de cuanto fuera necesario, tanto en los bolsillos como en el ánimo, para no salir de casa despistados, desprevenidos o indefensos ante lo que pudiera venirnos encima desde el firmamento, el destino, la providencia o el simple azar.

La primera recomendación que haría bien en cumplir todo buen no madrileño (por nacimiento o por opción) que decidiese aventurarse en el corazón de la capital pasaría por prescindir del coche privado y hacer uso del transporte público, preferiblemente el metro (de esto hablaremos en otra ocasión con más detenimiento). Pero aquel 28 de abril uno se aprestaba, animado probablemente por el fulgor de tan resplandeciente y prometedora mañana, a teclear en el navegador su destino y seleccionar el automóvil como medio para llegar hasta él.  

El tráfico parecía fluido, la conducción se presentaba plácida y los únicos estorbos eran los semáforos en rojo: franqueabas uno y apenas quedaba tiempo para alcanzar el siguiente en verde (quedaba rotundamente descartado el ámbar por temor a los radares). Anchas avenidas, bellos edificios y fachadas de postal enmarcando el metódico trasiego, en medio de un caos sólo aparente, de gentes desconocidas y diversas que dan sentido a una ciudad tan cosmopolita y atractiva para el visitante foráneo. Quedaban apenas unos cientos de metros, ya se divisaba el lugar adonde nos dirigíamos, en unos minutos aparcaríamos y nos olvidaríamos del coche durante unas horas, qué sencillo estaba resultando circular por la gran ciudad, qué respetuosos los demás conductores, qué injusta su fama…  Llega entonces el momento de tomar el último desvío. Encaramos una rampa, descendemos por ella para adentrarnos en un túnel perfectamente iluminado y, nada más franquear su boca, en el preciso y mismo instante de atravesar el límite que separa la claridad del día de la iluminación eléctrica, se encienden automáticamente los faros del coche y ¡ah!, se apagan las luces del túnel. Todo ha ocurrido en perfecta sincronía. El reloj marca las 12:32.

Al principio pensamos que se trataba de un simple apagón, entendiendo aquí la simplicidad en su exacto significado: sin complicaciones ni dificultades, breve y fácil de arreglar. Pero enseguida reparamos en la súbita desaparición de cierto aditamento de nuestra vida cotidiana sin el cual la existencia se nos ha vuelto inconcebible: “No hay internet”, se oye decir por todas partes. Y vamos cayendo en la cuenta del resto de cosas que han dejado de funcionar: la línea telefónica, las aplicaciones móviles, los ascensores, las escaleras mecánicas, el metro, los trenes, los semáforos (¡Madrid sin semáforos!), las luces de las tiendas, los cajeros automáticos, todas y cada una de las pantallas, que ahora son vacíos escenarios en negro… Millones de personas atrapadas en las mismísimas entrañas de un progreso inmovilizado, ya sea en un vagón a oscuras o en la más desesperante incomunicación. Porque el tiempo va pasando muy despacio y lo momentáneo va pareciendo eterno. “¿Sabes algo de tu familia?”, “Dicen que se ha ido la luz en toda España”, “¡No, ha sido en media Europa!”, “Esto tiene mala pinta”, “¿Será un atentado? “, “¿Cuánto durará?”, “¿Cuándo vendrán a rescatarnos?” Preguntas sin respuesta, conjeturas, incertidumbre, preocupación… Nadie da explicaciones, o si las dan no nos enteramos, no podemos saberlo… “¿Alguien tiene una radio a pilas?”. “En el coche, ¡enciende la radio del coche!”.

Madrid: “rompeolas de todas las Españas”la llamó el poeta; “desde Madrid al cielo”, le dedicó el dramaturgo; “Madrid de todas las suertes, en ti confluyen todos mis caminos”proclamó el cantante; “los Madriles”, que decimos los de provincias cuando vamos de visita, de compras o de hospitales. Madrid, la villa y la corte, la capital del reino, no está hoy para fiestas: se ha quedado sin luz y, junto con ella, todo el país. Y los madrileños caminan por sus aceras, sin torcer el gesto, en interminables filas, persiguiendo un autobús que los lleve a casa. O se doblegan ante el infinito atasco sin oponer resistencia ni tocar el claxon ni blasfemar. O se apartan para dejar paso a bomberos y ambulancias, cruzando los dedos para que no sea por uno de los suyos. O compran comida que no haga falta cocinar, dejando intactos los anaqueles de papel higiénico y echando mano del suelto (¡cuánto tiempo!) porque hoy el datáfono es un trasto inútil. O miran con los ojos muy abiertos al cielo, que a pesar de todo sigue brillando muy azul, hacia los helicópteros de policía que sobrevuelan el descomunal embotellamiento de personas y vehículos, preguntándose si desde allí arriba se vislumbrará una salida, la luz al final del túnel. Por los rostros de todas esas personas van pasando, en una secuencia ordenada, previsible y necesaria, las señas perceptibles de sentimientos y emociones inapelables: perplejidad, miedo, enfado, desesperación, aceptación, abnegación, serenidad, generosidad, paciencia, empatía…Y tú estás allí en medio, sobrecogido y expectante, solidario con el pensamiento compartido de que esto nadie lo ha visto venir, de que nos ha pillado a todos de sopetón y de que, bueno, vale, pues otra más para añadir al inventario de este siglo tan movidito. Pero, por encima de todo, te asombra, admiras y envidias la presencia de ánimo que están demostrando hoy estos madrileños, igual da que hayan nacido en Chamberí, Consuegra, Lima o Bucarest.

La tarde va cayendo sobre Madrid. Hay que regresar a Puertollano. El viaje de vuelta en coche, que normalmente no llega a dos horas y media, nos llevará este día de abril ¡siete horas! Salir de la ciudad se convertirá en una suerte de odisea, en una navegación con rumbo variable en busca del viento propicio, pasando entre carreteras cortadas, salidas bloqueadas o autopistas colapsadas por las que avanzar siquiera unos metros supondrá una prueba de incansable paciencia. Aun así, te sentirás afortunado cuando veas las hileras de coches detenidos en los arcenes porque se han quedado sin batería ni gasolina, o al saber por la radio de la impotencia de miles de viajeros atrapados en mitad de la nada a bordo de trenes que no van a llegar a su destino. Acostumbrados a las comodidades y garantías del primer mundo, erróneamente convencidos de que siempre habrá un puerto seguro a mano donde buscar refugio cuando la tempestad nos alcance y de que, pase lo que pase, siempre vendrán a socorrernos y nos sacarán del apuro, la vuelta al hogar sí será hoy una aventura. Ítaca parece estar tan lejos…

Ya es noche cerrada. Impresiona circunvalar Ciudad Real y Argamasilla y no ver más luces que los faros de los coches al otro lado de la autovía. Sobrecoge acercarse a Puertollano y no vislumbrar en su cielo el familiar resplandor anaranjado del complejo industrial que da la bienvenida y anuncia, como ráfagas emitidas desde un faro acogedor, la proximidad del hogar: esta noche, la bóveda celeste sólo alberga el titilar de las estrellas, pues la Luna nueva también nos oculta su luz. Estremece circular por las calles desiertas y silenciosas de tu ciudad, sumidas en una oscuridad absoluta, en una negrura quebrada únicamente por los destellos azules de los coches patrulla. Y entonces bajas la ventanilla, entre temeroso y cauto, pues algunos han hablado de posibles disturbios, vandalismo y saqueos cuando llegue la noche. Pero allí mismo, atravesando el Paseo de San Gregorio, te sorprende y reconforta el sosiego de una tranquilidad opaca, de un sigilo reposado y calmo. La ciudad duerme y aguarda, descansa, recupera fuerzas y sueña con la luz del nuevo día que el alba traerá.

Abres la puerta de casa. Enciendes una linterna y buscas alguna vela. Vuelves a comprobar el teléfono, que sigue mudo, porque ansías poder escuchar al otro lado de la línea las voces de tus hijos, para saberlos sanos y a salvo. Abrazas a tu mujer, que ha sido tu compañera de viaje en esta singladura, y aunque no distingues bien su rostro en la penumbra, sientes en el pecho su respiración pausada. “Por cierto -le preguntas-, ¿hemos sacado del coche lo que compramos en Madrid esta mañana, antes del apagón?”. Y ella te responde, con ese aplomo propio de quien acaba de retornar indemne desde paisajes nunca antes explorados: “Sí, claro: la lámpara. Mañana la encenderemos”.

 

Juan Felipe Molina Fernández
Foto: Pexels (Licencia Creative Commons)