Un puertollanense por Madrid (II): El extranjero del metro

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Son las 20:27 del Martes, 8 de Julio del 2025.
Un puertollanense por Madrid (II): El extranjero del metro

 

Por Juan Felipe Molina

 

Cada vez que viajo en metro me imagino introducido en una representación contemporánea del microcosmos. Tras descender por escaleras mecánicas hasta las entrañas de la tierra y atravesar el laberinto de pasadizos subterráneos que conducen al andén, ves emerger con estrépito, desde la negrura del túnel, el convoy al que subirás rumbo a tu destino. Una vez dentro del vagón y clausuradas las puertas, compartirás durante unos minutos, sin posibilidad alguna de escapatoria, el mismo aire, iguales reglas e idéntico espacio vital con otros individuos que, siendo completos desconocidos, identificas como ocasionales compañeros de tránsito entre una parada y la siguiente, entre un presente tan exacto como efímero y lo que aún está por llegar. Finalizado el trayecto, abiertas las puertas, devueltos a la superficie y exponencialmente multiplicados los probables devenires otorgados a cada cual, será muy difícil que vuelvas a encontrarte con esas mismas personas, o que si lo haces logres recordar el momento o el lugar exactos en que tu mirada se cruzó con la de alguna de ellas bajo la fría luz del vagón.

Como viajero ocasional y observador atento, el metro resulta un lugar privilegiado desde donde poder atestiguar la intrincada y maravillosa complejidad de la condición humana. Más aún para mí, visitante accidental en la gran urbe, un tipo venido de provincias y habituado, por tanto, a paisajes más calmos. Estupefacto y gozosamente impresionado ante los destellos de la diversidad tolerante y acogedora de este Madrid multirracial y pluricultural, al estilo de otras grandes capitales europeas, pero con un brillo muy singular y reconocible. Con su aroma de elegante metrópoli señorial, Madrid es como una vieja dama que no olvida su pasado pero se mantiene muy atenta, con ojos bien abiertos y mirada franca, a las novedades y oportunidades de este siglo tejido de esperanzas frente al desánimo y la eludible derrota. Una ciudad rejuvenecida gracias en gran medida, como tantas otras ciudades españolas, a la sangre nueva, vigorosa y colmada de esperanzas de los descendientes de quienes alguna vez en la historia fueron colonizados y hoy son ciudadanos del país que hasta hace pocos años era llamado desde la otra orilla del Atlántico, con afecto y devoción no fingida, la “madre patria”.

Allí, en el vagón de metro, observo a estas personas. Veo sus rostros cansados tras una agotadora jornada de trabajo, sus cuerpos exhaustos recostados (a veces desmadejados) en el duro asiento, sus manos tecleando mensajes en el móvil, quizá al hogar donde están a punto de llegar, quizá a países lejanos donde les quedó suspendida una vida que aquí desean mejorar. Las oigo hablar el mismo idioma que yo utilizo, aunque percibo en sus frases una hermosa musicalidad, un tono quedo y dulce, una inflexión susurrante que me hace recordar las palabras melodiosas con las que una madre acuna a su bebé. Las veo establecer vínculos fortuitos, de repentina solidaridad, con el vendedor ambulante de chupachups que cambia de vagón en cada parada, cuando perciben en su reclamo el rastro de un dialecto conocido e intentan verificar orígenes coincidentes: “Yo procedo de Guayaquil-Sucre-Cuzco-Montevideo-Cali… ¿y vos, compadre?”. También veo a quienes, habiendo nacido o no en España (el detalle da igual), hacen gala de las costumbres autóctonas. Como aquellas niñas de rasgos andinos que en las últimas fiestas de San Isidro lucían, con garbo y orgullo, claveles rojo fuego prendidos en sus melenas de brillante cabello negro azabache que les caían sobre los trajes de chulapa. Y allí, en el vagón de metro, en aquel microcosmos abigarrado y poliédrico, en esa amalgama que exhibe una descifrable armonía pautada conforme a códigos universalmente convenidos, en este vínculo casual de destinos fortuitamente coincidentes siquiera hasta la próxima parada, me pregunto si realmente hay algún extranjero a bordo entre nosotros.

Juan Felipe Molina (texto y fotografía)