Visiones desde la Fuente (segunda parte)

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Son las 14:22 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
Visiones desde la Fuente (segunda parte)

Vamos a hablar de fantasmas. De cascarones vacíos y fachadas apuntaladas. De sombras y espectros del pasado.

-       ¿Adónde ibais después de quedar en la Fuente?

Ella lo preguntó con cariño. Nunca dejaba de prestarle atención aunque conociese la respuesta. En treinta años viviendo en Puertollano (más de media vida) ya había escuchado antes el relato. Él lo repitió, una vez más. Ella siempre se interesaba. El amor tiene estas recompensas.

Después de quedar con los amigos por la tarde en la Fuente Agria (finales de los 70) comenzaba una curiosa procesión en grupos bien organizados y homogéneos: Paseo de San Gregorio arriba, hasta el cruce, Paseo de San Gregorio abajo, hasta la Fuente o hasta el “niño meón” de la Glorieta. A paso lento, relamiendo las baldosas, en filas de cuatro o cinco. Y vuelta a empezar: Paseo arriba, hasta el cruce, Paseo abajo… Éramos muy disciplinados, caminábamos al compás, hombro con hombro, andar casi marcial. En la clase de gimnasia del colegio nos habían enseñado a desfilar marcando el paso, como un pelotón de infantería bien adiestrado: zapatillas Tórtola blanco inmaculado (a los niños bien se les distinguía por sus John Smith), pantalón corto blanco, camiseta blanca, ningún otro color permitido en el uniforme salvo las dos rayas (rojo y azul) de los calcetines blancos. La gente se detenía a contemplarnos tras la verja del patio: izquierda, izquierda, izquierda-derecha-izquierda, cambia el paso al toque de silbato del maestro.

Paseábamos por el Paseo y charlábamos de casi todo: fútbol, baloncesto, deberes, cromos, chismorreos, imaginaciones sexuales (guarrerías, decían las madres), política, religión o Dios, porque ya nos creíamos mayores aunque no nos afeitásemos (alguno lo hacía a escondidas, con la maquinilla del padre puesta del revés, “pero no te eches espuma que no te saldrá barba”). Si era sábado quizá acabábamos de salir de un programa doble o de la sesión continua en el Calatrava, el Lepanto o el Gran Teatro, una de policías y otra del oeste, sentados en el gallinero comiendo regaliz y cotufas, llamarlas palomitas de maíz llegó más tarde, con la máquina de popcorn que pusieron en la entrada de Simago.

Paseábamos, charlábamos y mirábamos de reojo a las niñas como quien observa con cautela a los habitantes de otro planeta recién descubierto, pues los colegios no eran mixtos y sólo los niños más osados, quizá los más desvergonzados, se atrevían a decirles algo sin sonrojarse. Al llegar a 8º de EGB trajeron a nuestra clase a cuatro o cinco chicas; no se amilanaron entre los cuarenta chavales que las acogimos con una mezcla de perplejidad, indiferencia y disimulada admiración. Eran fuertes y sobrevivieron.

Paseábamos por el Paseo, charlábamos y de vez en cuando lanzabas una ojeada a la parte izquierda, por la que paseaban los mayores. Veías los grupos de matrimonios, las mujeres delante y los hombres detrás (esto no ha cambiado con el paso de los años), jubilados, solterones y solteronas (sin confundirse), aburridos y despistados ociosos. Sobre esa mitad, donde colocaban en verano las terrazas de los bares, pendía una señal invisible que trazaba una frontera impuesta por la costumbre a modo de prohibición para niños y jóvenes. Era el lado del Paseo al que sólo accedías en compañía de tus padres, cuando paseabas o te sentabas con ellos y sus amigos en un velador, que así se llamaban entonces, y te pedían un refresco (“yo quiero una Mirinda de naranja”), o te dejaban ir a por unas patatas fritas, y tú te cansabas de aguantar en la silla de hierro, y de las conversaciones aburridas, y te levantabas, y vagabas entre las mesas rebuscando chapas de botellas, también en los alcorques, te las echabas al bolsillo, siempre al acecho para avistar las más raras cuando los camareros servían las mesas y las arrojaban al suelo (había peleas por cogerlas), las coleccionabas para jugar con ellas o intercambiarlas en el recreo, pero antes les quitabas el disco interior de goma por si escondían premio (¡qué rabia si no podías arrancarlo con las uñas y tenías que pedir ayuda a tu madre!).

Nos fuimos haciendo menos niños, casi sin darnos cuenta, aunque los tíos de Madrid que venían para la Virgen sí te notaban la voz más áspera, los gallos, la pelusa sobre el labio y las primeras espinillas. Cuando nos cansábamos de pasear íbamos al quiosco de Juanito a por un duro de pipas y, con el cucurucho bien cerrado, corriendo a coger aquel banco que se ha quedado libre, de aquí no nos levantamos en dos horas, qué bien se está a la sombra de los olmos, se han acabado las pipas, acércate tú a por más que nosotros cuidamos el sitio, “no señor, está ocupado”. Hacía algún tiempo que nos habíamos despojado del pantalón corto (“¡que las chicas se ríen si me ven las canillas!”) y empezábamos a colarnos en los bares, al Macías primero, que con una caña y la tapa de bravas merendamos (El Chinato, El Benedicto y El Coto eran cosa de adultos). Luego a los billares del Paseo, echamos un futbolín y una moneda a la gramola, pon la última de Supertramp. Más tarde llegaron las partidas de parchís en La Oca, pero antes por La Luna, que ya nos dejan estar. Los tiempos están cambiando, dicen que en Madrid la basca lo está flipando, menuda movida. Unos botellines en La Corredera, a escuchar nueva ola y pop español, hemos conquistado la calle Amargura. Vienen los maderos, “la lechera” se marcha llena, la redada ha dispersado a la parroquia, el camello se guarda el chocolate en el bolsillo trasero de unos Lee desgastados mientras en La Casa del Paté y en El Taurino siguen a lo suyo. “¿Hasta qué hora te dejan hoy?”

-       ¿Qué pasó luego?

Nos convertimos en mayores de edad. Nos marchamos a estudiar fuera. Regresábamos los fines de semana y continuábamos quedando en la Fuente Agria. A veces. Los tiempos nuevos, los años 80, fueron grabando su sello en todos los de mi generación, aunque algunos ya no estén aquí para contarlo. Y la ciudad cambió para siempre. Demolieron las casas antiguas, las bellas con mirador de forja acristalado y las humildes de postigos encalados, y en su lugar crecieron sombrías fachadas lineales. Y se marcharon los cines antiguos, y los bares de toda la vida con sus camareros de toda la vida, y los rostros de la infancia. Cambiaron el Paseo de San Gregorio. Cambiaron las costumbres.

No me preguntes si los chavales de hoy siguen quedando en la Fuente. Sé que hay otros lugares, otros recorridos y otras fuentes, porque cada generación desbroza sus propios caminos.

-       Puertollano parece sólido sobre sus cimientos de roca viva. Sin embargo, la ciudad flota en un lago oculto de agua cobriza que la mece y acuna. La nana del agua se cuela por los caños de la Fuente Agria, chorrea por los desagües y regresa al manantial. Pero si atrapas este flujo primitivo en el interior de la botella, teñirá tus recuerdos para siempre y ni todo el agua fuerte del mundo podrá disolver su huella.

Juan Felipe Molina Fernández.

Fotografía de Guillermo Molina Fuentes.

Juan Felipe Molina Fernández
Fuente Agria . (Guillermo Molina Fuentes)