Visiones desde la Fuente

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Son las 20:14 del Jueves, 25 de Abril del 2024.
Visiones desde la Fuente

Caen los primeros copos sobre el pavimento. Es el mismo lugar pero son otros tiempos y este es un buen momento para recordar. Me siento en un banco a resguardo del frío y vienen a la memoria aquellas palabras: “Si bebes, te quedarás a vivir siempre aquí”. Ella no hizo caso y bebió. Han pasado treinta años y aquí seguimos los dos.

Tú también te acordarás. Cuando había que quedar en algún sitio, quedábamos en la Fuente. La llamábamos así, sólo por su nombre de pila: la Fuente, a secas, tal como se nombra a un pariente o a un buen amigo, con la misma familiaridad respetuosa que debe dispensarse a cuanto ya estaba antes de llegar tú al mundo y seguirá en él después de abandonarlo. Conforme te ibas acercando a ella (las manos en los bolsillos, la mirada clara, toda la vida por delante) ojeabas en torno a la barandilla por si entre quienes allí se sentaban o apoyaban encontrabas a tus amigos. Y como siempre había alguno de la pandilla que se retrasaba, tenías tiempo de sentarte tú también con las piernas colgando y observabas.

Personas de toda clase y condición puestas en cuclillas llenando a rebosar sus botellas marrones (“A ver si las aclaro con aguafuerte para quitarles la costra”). Aguadores acarreando cestos o carretillas al ritmo de vidrios sonando a vacío, cruzándose con los que venían de vuelta y arrastraban con trabajo su cargamento de envases de diverso dueño y formato. Señoras (unas con delantal de puntilla, otras con vestido de diario, algunas con hábito) puestas en jarras preguntando muy serias “¿Quién da la vez?” sin perder de vista al último de la cola. Hombres apalancados en los escalones aguardando su turno como pacientes en la sala de espera de un hospital. La fila del caño de beber que se apartaba, en silencio y con cierta desgana contenida, haciendo sitio a quien aparecía con su vaso plegable o al sediento que tapaba con los dedos el orificio inferior para que el agua saliese por el agujerillo de arriba y sorber. Un hombre mayor recriminando a un niño por chupar del jarrillo (“¡Que no sé beber a chorro, señor!”). Tapones saltando del gollete bajo la presión del gas atrapado en las botellas (“¡Tápala enseguida, que no pierda fuerza!”) y palmetazos sobre los corchos para impedir que volvieran a fugarse. Abuelos aburridos, observadores, melancólicos, con boina negra, chambra parda y pitillo en los labios, frunciendo el entrecejo y repitiendo que cualquier tiempo pasado había sido mejor. Empujones para abrirse paso entre el gentío abigarrado y chillón, especulaciones sobre la calidad del agua (“Antes sabía más fuerte”), los personajes con nombre propio que hicieron de ese lugar su territorio de caza o su medio de vida y merecerían un relato aparte, el calor reseco apaciguado bajo la marquesina, las rondas en derredor de los guardas de jardines, los forasteros que eran llevados hasta allí para probar el agua agria cumpliendo un rito pagano de iniciación a la vida del pueblo, el descenso cauteloso de los no acostumbrados por los escalones hacia las entrañas del manantial…

Aquel mundo ya no existe, pervive sólo en la nostalgia y en los álbumes de fotos, desapareció sin más, fue sustituido por su recambio actual, cumplió su función y se convirtió en sombras. Contemplada hoy desde la lejanía, aquella Fuente Agria resultó ser el centro exacto de un microcosmos donde se penetraba casi a diario y del que bien podías emerger habiendo aprendido ciertas lecciones importantes. El agua fluía sin cesar, siempre la misma agua, siempre un agua distinta, como tu propia vida.

Juan Felipe Molina Fernández