¡Hola, mundo cruel!

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Son las 15:12 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
¡Hola, mundo cruel!
     La naturaleza tiene sus leyes o eso queremos pensar. La palabra “ley” da cierto repelús, por lo menos a los que no podemos saltárnosla a la torera, es decir, a la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La ley pertenece al campo semántico de lo humano. Hacemos leyes para nosotros mismos, se supone, para convivir mejor, para no tirarnos los trastos a la cabeza o, en caso de hacerlo, atenernos a unas consecuencias “legales”. El caso es que nosotros sólo somos una ínfima parte de la naturaleza y, sin embargo, nos obstinamos en atribuir a la naturaleza un concepto tan de nuestra especie homo sapiens como es el de la ley. 
 
     Mucho me temo que a la naturaleza nada (o menos que nada) le importan las leyes que este juez (y parte) tan ínfimo, tan parcial, a veces vanidoso, egocéntrico le atribuye de forma arrogante en un desesperado  intento por explicar su fenomenología y causas. Es posible que ni siquiera sea consciente de que haya leyes que la rijan o, en caso de haberlas, que eso tenga la más mínima trascendencia. La naturaleza es, existe, y con ese ser y existir ya lo tiene todo en un plano temporal que nos resulta inconcebible. Ni siquiera necesita saltarse ninguna ley a la torera, por más que en ocasiones a nosotros así nos lo parezca, sensación que no viene sino a ratificar nuestra supina ignorancia. Es entonces cuando nos empeñamos en aplicar nuestras nociones, nuestras humanas nociones de lo justo y lo injusto, lo beneficioso y lo perjudicial, lo benigno y lo cruel a todo lo que nos rodea. Y hablamos sin empacho de la crueldad de la naturaleza, de su violencia. “Crueldad” y “violencia” son también palabras pertenecientes al campo semántico de lo humano.
 
     Llama la atención constatar lo poco que saben las mejores vulcanólogas, los mejores epidemiólogos, las mejores meteorólogas, los mejores científicos de cualquier materia a la hora de la verdad, a la hora de, por ejemplo, predecir. Lo digo sin ningún tipo de acritud ni reproche. Estoy convencido de que, si son grandes científicos (dignos de admiración, por otra parte), lo reconocerán abiertamente: Cuanto más avanza la ciencia, más alejado parece estar el horizonte del definitivo saber. Cuando la naturaleza nos parece “cruel”, “violenta” y difícil (imposible) de dominar, surgen explicaciones apoyadas en jergas, adornadas con un vocabulario bien acreditado, que normalmente se podrían resumir en “lo más seguro es que quién sabe”. 
 
     A veces no puedo evitar vernos a nosotros mismos como a esas afanadas hormigas que luchan a diario por su sustento. Puede que algunas de las más sesudas vean a los humanos, ¡esas deidades!, como los sujetos benefactores y generosos que dejan caer, desde alturas inconcebibles, el maná de su sustento. ¡Loado sea! (excrecencias, residuos, migajas que desechamos a diario). Es verdad que de vez en cuando pasan esos dioses arrasando, aplastando a miles de sus compañeras… Nada que no se pueda resolver ofreciéndoles el sacrificio de alguna de sus larvas, o bien rezando, llevando a cabo ritos, ceremonias que aplaquen su ira omnipotente. Queridas hormigas, no os toméis tantas molestias por nosotros. No somos dioses, ni generosos, tampoco crueles. Ni siquiera éramos conscientes de que estabais ahí.
Antonio Carmona