Los libros del seis de enero

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Son las 19:45 del Miércoles, 24 de Abril del 2024.

Pasó la Navidad y uno, que viste de nuevo pantalones cortos para volver a tener ocho o nueve años, comienza a ponerse lacio. Reconozcámoslo. Y si no, madre, mírame. Mírame al cabo de los años. ¿No me ves? Es verdad que hoy no luzco la hermosa armadura de Ivanhoe que lucía aquel 6 de enero, pero este que hoy está aquí, una vez más en medio de la tormenta y a merced de la belleza, es tu séptimo hijo. Quién lo diría. Contra todo pronóstico, he llegado a convertirme en uno de esos especímenes humanos que espoleados por una desmesurada inquietud son capaces de surcar cielos y mares y de darle la vuelta al mundo seis o siete veces antes de entregar el alma para siempre. Y eso sin exagerar más de lo necesario. Aunque físicamente no haya traspuesto demasiadas fronteras, en este momento puedo afirmar que he estado, por ejemplo, en la isla de Hawai (donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva) y que he podido caminar por el castillo de proa del Pequod a paso firme, pasmado sin embargo ante la mirada sin luz de la ballena albina. Y debo decir que la responsabilidad de que tales cosas hayan ocurrido es tuya en buena medida, y que por eso me vengo poniendo lacio cuando llegan estas fechas y uno presiente la casi inmediata presencia de los tres astrólogos de Oriente, los mismos individuos que acarreaban toneladas de aventuras en forma de libros para depositarlas luego, cada 6 de enero, entre las calles y encrucijadas de aquel laberinto de regalos en el que terminaba por convertirse el salón de nuestra vieja casa. Pero qué le vamos a hacer. Ciertas cosas solamente se comprenden en situaciones así, cuando a uno se le otorga el mágico don de regresar a los luminosos territorios de la infancia: hay un tipo de literatura que a fuerza de ser ficción termina siendo el símbolo de todas las cosas verdaderas de la vida. 

Chema T. FAbero