Salas de cine, sucursales bancarias y otras especies en extinción

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Son las 15:54 del Viernes, 29 de Marzo del 2024.
Salas de cine, sucursales bancarias y otras especies en extinción

Durante las dos últimas décadas del pasado siglo ya se hacían eco de la situación los más egregios cantautores de nuestro reino. Luis Eduardo Aute en 1984, quizá consciente de su inminente declive (el de las salas de cine, no el de su carrera musical), demandaba con la energía lánguida que le caracterizaba: “cine, cine, cine / más cine por favor / que todo en la vida es cine / que todo en la vida es cine/ y los sueños / cine son.” Acabando el estribillo con este guiño a nuestro dramaturgo barroco Pedro Calderón de la Barca.

Tres años más tarde, Joan Manuel Serrat criticó esa vorágine que supuso (y supone) el sector de la construcción. Nada ni nadie les impidió hacer de su capa un sayo con el lucrativo fin de construir/destruir todo aquello que les venía en gana (como nuestro Gran Teatro y Plaza de Toros, por poner unos ejemplos que todos entendamos). Serrat Cantaba a aquellos Fantasmas del Roxy (un cine): “…y en su lugar han instalado la agencia número 33 del Banco Central / Sobre las ruinas del Roxy juega al Palé el capital.” Estará ya cerrada también esta agencia, con sus empleados despedidos o en ERTE?... ¡Qué deprisa está ocurriendo todo!

Un año después, en 1988, escuchamos el tema “A la sombra de un León”. Ana Belén contaba, con la dulzura de su voz, las andanzas de un loco escapado de Ciempozuelos y enamorado de La Cibeles: “quedó un taxista que pasaba / mudo al ver cómo empezaba / la Cibeles a llorar / y chocó contra el Banco Central / y chocó contra el Banco Central.” Insistía en la descripción de este último siniestro, como para que nos quedara bien claro contra qué hay que toparse para extinguir las esperanzas de inmediato.

Fue ese mismo año, en 1988, cuando Joaquín Sabina se puso nostálgico, rememorando “Una de romanos” y aquella fila de los mancos en la que, por contradictorio que parezca, se producían tantos “juegos de manos, a la sombra de un cine de verano.” Cuántos recuerdos se agolpan, al escuchar esta canción, de aquel nuestro cine de verano en la calle Goya. También allí la piqueta actuó sin piedad para erigir nada menos que la Agencia Estatal de Administración Tributaría. Mira que eran incómodos los asientos del dichoso cine Goya. Pero, a día de hoy, me siento mucho más incómodo aún en esta Agencia Tributaria. Se ríe uno menos en este inmueble. No sé si me explico. ¿Será posible que ningún cantautor puertollanero (y bien buenos que los hay) haya compuesto una canción sobre aquella transmutación del Cine en Hacienda?... En fin.

Y no queda ahí la cosa. El mismo Joaquín Sabina, durante el año de olimpiadas y exposiciones internacionales, 1992, nos dio a conocer su versión de “Y nos dieron las diez”. De nuevo el argumento de la pasión y el amor. En este caso, seducido por unos ojos de gata tras la barra de un bar. Lástima que el retorno al siguiente año fuera tan decepcionante: “en lugar de tu bar me encontré una sucursal del Banco Hispano Americano.” ¿De verdad no va a ver un bardo que dedique unos versillos melancólicos al cierre de sucursales bancarias?... ¿acaso no se lo merecen?... Porque seguramente esta sucursal también habrá dejado ya de existir.

La realidad es que tanto los cines como las sucursales van menguando por razones que ahora no vienen al caso, aunque todos sepamos que estas razones tienen algo o mucho que ver con el (incierto/inestable/inquietante) mundo virtual, que ha venido para quedarse, nos guste o no. La Banca, ¡a ver por qué será!, goza de mala reputación para más inri. Siempre se presenta como esa institución que acaba con los sueños de la gente, que te pone los pies en el suelo. Todo lo contrario de lo que ocurre con el Séptimo Arte. Tiene gracia (ni puñetera gracia, ahora que me acuerdo) que la extinción de ambas, salas de cine y sucursales bancarias, sea a día de hoy una amenaza tan real como coincidente.

Dejadme, no obstante, que rompa una lanza por las sucursales bancarias y sobre todo por sus empleados (otro día les tocará a los cines, lo prometo). A mi familia y a un servidor nos han ayudado en muchas ocasiones. Podría decir que algunos de esos empleados han llegado a ser mis amigos. Ya sé que esta palabra tiene mucha enjundia, pero aun así la mantengo. No sé cuántos millones de familias habrá en este país que nunca han dispuesto del dinero suficiente para llevar a cabo sus proyectos. La mía ha sido una de ellas. No nos quedó más remedio que pedir un préstamo o, incluso, varios. Precisamente, ese ha sido uno de los pilares fundamentales del desarrollo económico de las cajas y bancos. La Banca ha dejado en la estacada a muchas de esas personas, en el mejor de los casos. En otras ocasiones más peliagudas, incluso ha llegado a estafar a sus clientes “preferentes”.

El abandono ha resultado especialmente sangrante cuando se trata de habitantes en zonas de poca densidad poblacional o personas mayores a las que se les obliga a “pasar por el aro” (tecnológicamente hablando) con la mayor desvergüenza. Entre tanto, a esos empleados de sucursal que se dejaron la piel durante años por la empresa, los han despedido, les han aplicado un ERTE o los han reconvertido en comerciales, poniéndolos a vender seguros, electrodomésticos y teléfonos móviles (sí, estáis oyendo, digo, leyendo bien. Para eso les ha servido al final tantos sacrificios y horas de estudio universitario de Grado en ADE).

Contra esto, como contra tantos otros entuertos del siglo XXI, da la impresión de que no hay NADA QUE HACER. Cualquiera diría que estamos siendo adiestrados para percibir el abuso (no solo por parte de la Banca, por supuesto) como el que ve llover. Ante esto, ¡vamos a proponer una locura! Podríamos, mañana a primera hora, por ejemplo, ponernos de acuerdo unos veinte millones de clientes (¡ay, calla! Si los españoles solo nos ponemos de acuerdo a la hora de odiar al otro) para retirar los ahorros de nuestras cuentas. Quizás así haríamos reflexionar a los de arriba (los “Tío Gilito” en sus “acaudaladas” piscinas). Se les podría pedir, a cambio del feliz retorno de nuestros humildes peculios, que se comporten con sensibilidad, que mantengan contratados a los empleados necesarios para atender dignamente y de forma presencial (¡PRESENCIAL, SÍ, PRESENCIAL!) a todas esas personas sobre las que han edificado su emporio, aunque para ello tuvieran que ver algo mermados los miles de millones de beneficios que obtienen.

Debería haber una institución, lo más apolítica y humanizada posible, por encima de ellos, que les obligara, sin necesidad de romper las reglas de juego del libre mercado, a comportarse con decencia. De no ser así, habrá que, entre todos, cambiar esas reglas debido a su indecencia, por fulleras… ¡¡ASÍ NO SE VALE!! El libre mercado no puede ser una selva en la que se pisotea sin piedad al débil. Que le den… al libre mercado, si propende al abuso y la desigualdad.

Por otro lado, las fórmulas del pasado ya no nos son útiles. Habrá que crear un nuevo ideario, cuya denominación no acabe en “-ismo”, ni en “-ista”, ni en “-dura”, ni en “-blica”, ni en “-quía”, ni en “-ierda”, ni en “-echa”. Hagamos que sean esos sufijos los que entren en la lista de términos en peligro de extinción. Hasta la palabra “DEMOCRACIA”, única que me atrevo a escribir con todas las letras, habría que cambiarla por otra que respete y recupere su significado primigenio. A día de hoy está tan desgastada y mancillada, que apenas le quedan dos telediarios para expresar cualquier concepto menos el de gobierno del pueblo o al servicio del pueblo. ¿En serio queda todavía gente convencida (sin que le dé la risilla tonta) de que el pueblo es el soberano y decide su destino?... Es más, ¿Podemos asegurar que las personas que elegimos para representarnos son realmente soberanos y deciden nuestros destinos?

Antonio Carmona