Lecciones de libertad

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Son las 14:47 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Lecciones de libertad

“La libertad Sancho es el don más alto que los cielos dieron al hombre”     

                             Miguel de Cervantes

 

¡Severiano Landete, portero del Albacete!  Cantaban en el patio entre sorna y orgullo, aquellos niños de 4° curso de primaria del Colegio Salesiano del Albacete de finales de los años 60. Entonces, en aquella ciudad, la nada, como dice el tango se encontraba al fondo a la derecha.

Recuerdo el Albacete donde nací como una ciudad repleta de solares ajusticiados por el pasado donde la prosperidad reposaba en lista de espera, otros tiempos de esplendor. Quizás arrastrando la pesada sombra de las Brigadas Internacionales que por allí pasaron… El frio atroz del invierno y en el verano, los nauseabundos olores de los “pozos mura” nos acompañaban desde nuestras casas al colegio mientras cogíamos la morera de los árboles para alimentar a los gusanos de seda que guardábamos en una caja de zapatos para observar esa mágica trasformación. Contrastes que aseguraban sin embargo la felicidad de aquella inocente infancia.

Nuestro maestro, Don Severiano, era además el portero del Albacete Balompié, un equipo por entonces modestísimo. El “queso mecánico” que luego fue ni siquiera se atisbaba en las ubres de las ovejas de nuestra tierra.

En aquellos tiempos, la vida se nos presentaba escondidamente abierta en una sociedad adormecida por la larga siesta de la opresión y la pobreza de la postguerra. Y en aquel colegio, larebeldía de algunos sacerdotes purgaba en penitencia la euforia contenida del nuevo tiempo que no estaba pero que se le esperaba.

En aquel Colegio Salesiano, la sombra de lo oscuro pasó desapercibida con una educación abierta y solidaria. Se nos invitaba a ser santos siguiendo el modelo de Santo Domingo Sabio, una figura tan perfecta como inalcanzable. Pero la frustración de vivir en pecado (“nunca pecar, antes morir” decía el santo) se liberaba en las sesiones del cine épico de los domingos por la tarde, el coro de niños dirigidos por Don José Manuel que con la osadía del cambio que se avecinaba nos hizo cantar en la catedral delante del mismísimo obispo Iniesta acompañando con palmas. Tiempos de transformación en la Iglesia los salesianos encarnaban en aquel colegio de la carretera de Madrid.

Contra todo pronóstico, Don Severiano nos propuso una colecta poniendo cada alumno una peseta para comprar un pájaro. Eso hicimos. Lo tuvimos en una jaula durante dos o tres días. Un tesoro que pudimos cuidar y compartir entre todos. Un buen día Don Severiano abordó en clase un concepto nuevo. Nos habló de libertad.

Terminando la clase, nos pidió que abriésemos los ventanales y que mirásemos al cielo. Y en ese momento Don Severiano soltó el pájaro. Se hizo un gran silencio: frustración, tristeza y contrariedad eran los sentimientos compartidos que allí afloraron. La actitud firme y serena de Don Severiano, en la que todas las miradas convergieron, nos hizo comprender que ese final era inevitable, tanto como el destino del hombre representado en aquellos niños.

Con aquel gesto aprendimos que para alcanzar la libertad y sobretodo ejercerla, teníamos que perder algo. Así nos llegamos a sentir tan libres como el pájaro al que nunca más volveríamos a ver y satisfechos porque aunque perdimos aquel tesoro común ganamos la conciencia y el deseo de libertad. Solo nos faltaba volar…

La libertad es paradójicamente autoritaria cuando no es compartida. La libertad se ejerce en la diversidad, en la renuncia, en la solidaridad. En definitiva construyendo la convivencia. Y eso lo aprendimos a los diez años. Gracias Don Severiano.

Hace algún tiempo pase por aquel colegio y me encontré un solar, como aquellos de la postguerra. Solo se mantenían en pie la puerta de hierro, las verjas y la tinaja acostada que daba entrada al jardín y cobijo para pillos y novillos. En mi ensoñación casi pude ver al pavo real que había en el fondo o los agujeros excavados para jugar al “güa”, la sala de juegos, la piscina de verano, las canchas de baloncesto donde jugábamos al futbol con una piedra o con una bola de pica-pica. Cuando me desperté todo estaba arrasado o quizás enterrado como si todo aquello, personas y recuerdos, hubiesen sido desalojados de aquel sitio y confinados en la memoria, esta vez convertida en campo de concentración.

Me dijeron que se proyectaba la construcción de la ciudad de la justicia. Y me cambió el semblante. No sé por qué. La justicia, en un estado de derecho, constituye un pilar básico de la libertad que gozamos. Pero ¿por qué tuvieron que derrumbar el colegio? Albacete es una ciudad donde queda muy poca memoria del pasado.

Espontáneamente pensé que perdimos el colegio para alcanzar la justicia como cuando perdimos al pájaro para alcanzar la libertad. Sin embargo, nada se puede construir destruyendo la memoria. Construir destruyendo lo anterior solo genera desconfianza y odio.

 Seguro que buenas razones técnicas, políticas o financieras no faltan pero arrasando el colegio perdimos la memoria de tantos niños que, como yo, fueron felices en aquel lugar. La memoria es el nexo que une a los seres humanos y nos hace inmortales. En palabras del cineasta chileno Patricio Guzmán: “Los que tienen memoria son capaces de vivir en el frágil tiempo presente. Los que no la tienen no viven en ninguna parte”. Pero la memoria indefectiblemente “tiene la fuerza de la gravedad, siempre nos atrae”. La memoria siempre aparece aunque haya sido arrasada.

A pesar de todo, bienvenida sea la ciudad de la justicia si es para que haya, edificada sobre los escombros del espíritu de libertad que, sin saberlo, vivimos en aquel inolvidable colegio. Pero que la ciudad de Albacete entera sepa y escuche alto y claro con la modesta aportación de mi recuerdo que en ese lugar antes de justicia se habló de libertad.

 

 

 

 

A mi primo-hermano Raúl

Miguel Marset