Amparo y Paco

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Son las 21:54 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Amparo y Paco
         En casa generalmente nos referíamos a vosotros como Amparo y Paco, un dúo de siameses unido por un enlace invisible e inseparable. Y cuando os queríamos individualizar, tú eras Amparo la de Paco, y él Paco el de Amparo. Juntos o por separado la referencia al otro siempre estaba presente. No digo que no os viera alguna vez al uno sin el otro en la calle, lo que se me hacía raro, pero lo normal era veros juntos. A cualquier hora del día vuestra doble silueta se recortaba entre la gente y según os ibais acercando nunca dejabais de exhibir vuestra carta de presentación, una sonrisa también gemela y compuesta al unísono.
     En nuestros encuentros casuales creo que en ninguna ocasión pasamos de largo contentándonos con un saludo a distancia, resultaba obligado detenernos siquiera un instante para intercambiar alguna frase de las que consolidan la amistad. Y ya digo, vuestra seña de identidad era aunar palabras y sonrisas, en abundancia las unas y las otras. Confieso que alguna vez me producía extrañeza que a ciertas horas tempranas ya tuvierais ganas de hablar y de sonreír. Luego, al separarnos, notaba la gratificante impresión por vuestra actitud amigable, sentía una cálida palmada en la espalda.
     Os comunicabais entre los dos de un modo fluido y permanente, a veces sin necesidad de palabras: un gesto, una mirada era suficiente para que cada uno supiera interpretar el pensamiento o sentimiento del otro. Cuando hablabais, tú, Amparo, solías ser más locuaz y Paco asentía convencido, reforzando tus opiniones con algún comentario para puntualizar un detalle que afianzase tu criterio. Llamaba la atención la espontaneidad con que cada uno asumía su papel, componiendo un equilibrio armónico en vuestra relación. La educación de vuestros hijos se convirtió en asunto preferente y fuiste la atenta supervisora de sus estudios en el colegio de enseñanza primaria, lo que dio origen a nuestra amistad porque mi mujer fue maestra de dos de ellos  y hablabais a menudo  para tratar cualquier aspecto de su educación, siempre aunando puntos de vista para encauzar la solución de los conflictos, nunca adoptando posturas antagónicas. Una complicidad entre progenitores y maestros que es el mejor antídoto contra el fracaso escolar y que a veces brilla por su ausencia.
     La amistad se fue afianzando paulatinamente rebasando el ámbito escolar y nuestros hijos se convirtieron en un nexo de unión que reforzó nuestras afinidades. También compartíamos afición por el tenis, un tema de conversación que nos resultaba grato. Vuestro sentido de la colaboración hizo que os convirtierais en los encargados de transportar en vuestro amplio coche a los componentes del equipo de tenis de vuestro club en sus desplazamientos. Componíais una imagen familiar compacta en la que tenían las puertas abiertas otros chicos de vuestro entorno deportivo. 
     Me satisfacía, Amparo, que leyeras mis artículos y me complacía la prodigalidad de tus alabanzas. Mostrabas en este particular la misma generosidad que te caracteriza, acentuando los aspectos atractivos mediante una crítica positiva que iba más allá de los méritos. Además, tuviste la entrañable iniciativa de dar a leer algunos de mis escritos a tu madre, de avanzada edad. Tuve ocasión de saludarla y me resultaba enternecedor que se esforzara en desentrañar mis palabras. También conocí a tu padre. Nos cruzábamos a menudo por el paseo de san Gregorio. Las primeras veces dudaba de que me reconociera, hasta que su decidido saludo acompañado de mi nombre me convenció de que no había cuidado de pasarle desapercibido. Tus padres, Amparo, transmitían cercanía y bondad al primer golpe de vista.
     Admiro a las personas con habilidad manual, especialmente a las que se muestran diestras con la madera. Por lo tanto, admiraba a Paco. En casa tenemos dos demostraciones de su destreza que son, al mismo tiempo, dos recuerdos permanentes de su generosa disposición. Cuando nos mudamos de piso tuvimos que trasladar el panel adosado a la pared del salón, un cometido que requería la intervención de un profesional. Lo comentamos con vosotros y Paco encontró de inmediato la solución: lo haría él mismo. Lo recuerdo tomando medidas, haciendo cálculos y pintando rayas en la pared. A continuación clavando y ensamblando las planchas, ajustándolas al nuevo espacio y, por último, colocando los embellecedores. Yo asistía a sus maniobras con cierta inquietud de que algo pudiera torcerse. Nada más lejos de la realidad: todo cuadró a la perfección. Para “premiarlo” le pedimos que compusiera un mueble ajustado a un espacio libre del cuarto de baño. Una obra de ebanistería que reclamaba, además de precisión, creatividad. Diseñó un práctico entramado de celdillas de diversos tamaños en un tono de madera barnizada acorde con el color del alicatado y de los elementos sanitarios del cuarto. Muchos años después, se mantiene como el primer día. A la eficacia con que ejecutó las dos tareas se sumó su agradable actitud, dando a entender su agradecimiento porque le hubiéramos brindado la oportunidad de ejercitar sus habilidades. 
     Cuando nos comentasteis los primeros indicios de su enfermedad sentimos una gran conmoción. Era de admirar la entereza con que Paco hablaba de los síntomas que experimentaba. Hay enfermedades especialmente crueles y prolongadas y él tuvo que enfrentarse a una de las peores. La última vez que os visitamos en vuestra casa, ya había sido operado y la evolución presentaba muchas interrogantes. No obstante, su conversación era fluida y su presencia de ánimo admirable. No recuerdo los temas que sacó a relucir pero sí mi sorpresa de que alguien con  la salud gravemente quebrantada se sobrepusiera con naturalidad a tan nefasta circunstancia.
      Comentabas, Amparo, en el tanatorio que la obsesión de Paco durante los interminables meses en que hizo frente a la enfermedad era permanecer cerca de ti, sentarse en el sofá sintiendo tu contacto. Que te preguntaba con frecuencia si aún te gustaba y si lo seguías queriendo. Que tú respondías que te gustaba desde niña y que nada había cambiado. Al dolor de su ausencia ha de sobreponerse la dicha de haber compartido sin extravíos toda una vida. Y el consuelo de que al amor que empezó hace tantos años solo ha podido ponerle fin el desenlace último de la vida. El sentimiento de pérdida y la fugacidad del tiempo los expresa acertadamente el poeta inglés William Wordsworth: “Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”. Un fuerte abrazo.
Eduardo Egido Sánchez