Antoñito llega a Puerto

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Son las 15:15 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
Antoñito llega a Puerto
El viernes 3 de febrero de 2023, festividad de san Blas, llegaron las cigüeñas como todos los años volando por el cielo en busca de sus viejos nidos. Ya divisaban la espadaña de la iglesia cuando se cruzaron con unas alas que ascendían. Aunque tenían prisa por saber cómo encontrarían el ramaje que abandonaron el año pasado y donde habían de anidar los próximos meses, su innata curiosidad las obligó a fijarse en aquellas pequeñas alas que batían a su misma altura. Transportaban un cuerpo menudo y un rostro que desplegaba una amplia sonrisa. Observaron cómo el vigor del aleteo provocó que la figura ascendiese rápidamente y pronto se convirtiera en un punto lejano. Indudablemente, su destino estaba lejos. Al posarse sobre el nido las cigüeñas cambiaron impresiones: esas alas… ese enérgico aleteo… esas prisas por llegar… Es sabido que las cigüeñas son expertas en el conocimiento de los recién llegados al mundo y puede darse por hecho que también lo sean en los que acaban de marcharse. Su conclusión fue tajante: esas alas portan a un inocente. No hay más que verlo.
 
Nada más llegar el inocente a su nueva morada, salió a recibirlo la comisión de bienvenida. Naturalmente, no ignoraban su nombre pero se lo preguntaron para mostrarse amables. Antoñito, dijo el recién llegado. Antoñito y qué más, insistieron. Solo Antoñito, respondió, la gente solo sabe mi nombre. Qué curioso, comentaron entre sí. Y ¿te conoce mucha gente? Cuando voy por la calle son muchos los que me saludan, confirmó. Entonces, la comisión de recepción mostró al nuevo residente la primera maravilla del lugar extraordinario donde permanecería para siempre jamás: una gran pantalla en la que multitud de mensajes provenientes de personas de toda clase y enviados sobre todo por jóvenes se hacían eco de la partida definitiva de Antoñito; cada uno de los remitentes dejaba constancia de su relación con él y de que lo estimaban de veras. Efectivamente, se trataba de mensajes cargados de afecto que sólo alguien especial puede recibir.
 
Acto seguido, los recepcionistas indicaron a Antoñito que mirase a una segunda pantalla. ¿Reconoces el sitio? le preguntaron. Claro, es la iglesia de la Virgen de Gracia, la Patrona de mi pueblo, contestó. Está abarrotada, ¿verdad? Quizá sea el día de la Virgen, dijo sin mucha convicción. Nada de eso, toda esa gente ha ido a despedirte, le hicieron saber. ¡Cómo mola!, exclamó empezando a sentirse en su salsa, ¡yo es que me troncho! Pero, ¿por qué lloran? Porque vienes de un lugar donde las despedidas son tristes, esas personas están pesarosas ya que hubieran preferido que siguieras con ellas. Todo el mundo, Antoñito, reconocía tu inocencia y tu bondad y por eso muchos te saludaban por la calle y te estimaban, les resultaba grato compartir un momento contigo. Tú has sido generoso al sembrar tu bondad entre todos y ahora recoges los frutos.
 
Aquello empezaba a ser demasiado largo para su costumbre de no parar en rama verde. Dijo que tenía que irse y siguió camino, dejando a los de la comisión un poco sorprendidos. Canturreando, echó a andar, cruzándose con gente alegre que iba de acá para allá. Enseguida se percató de que el lugar donde se encontraba era distinto al que había abandonado. Y empezó a preguntar. Primero quiso saber si allí se encontraban aquellas personas que había echado en falta en su vida. Preguntó por su padre y le confirmaron que se encontraba allí y que ya tendría ocasión de abrazarlo. Igualmente, le aseguraron, volvería a encontrarse con Luis Ortiz, el del bar, con quien tanto se había encariñado y que lo invitaba a comer en Los Pinos el día de descanso del bar. También con Paco Aguilar, el ferroviario, al que visitaba en la estación de la Renfe y le permitía subir a los trenes. Aprovechó Antoñito para indagar si podía conseguir revistas de ferrocarriles y le prometieron que tendría todas las que deseara. Quiso saber si también andaba por allí Pepe, el del pub Dublín, al que servía de ayudante, y le respondieron que aún no había llegado ni se le esperaba por el momento. Le garantizaron que, con un poco de paciencia, vería llegar a todos los que habían quedado en su pueblo.
 
Preguntando a unos y otros, averiguó que la Banda de Música tocaría aquella mañana en la Concha del Paseo de san Pedro. Y salió a escape más contento que unas pascuas. Nada más llegar descubrió a su padre con la flauta y al maestro Parla con la batuta. La Banda era tan antigua que cientos de músicos abarrotaban la escalinata de la   Concha. Antoñito se sentó en un banco próximo a disfrutar del concierto. El aire se llenó de pasodobles, de zarzuelas, de marchas procesionales…músicas que hacían las delicias de los asistentes, que no paraban de aplaudir. Tras el último bis, se fundió en un abrazo con su padre y con los demás componentes de la Banda, a los que no veía desde muchos años atrás. Su padre le agradeció el comportamiento que había tenido con Rosa, su madre, por quien sabía que Antoñito, aunque testarudo en ocasiones, al final obedecía y no se quejaba de nada ni aun en los últimos meses cuando sus dolencias se agravaron y ello repercutió también en su ánimo, volviéndolo más introvertido. Rosa confirmaba que su hijo había sido muy bueno y nunca había tenido un mal gesto con su familia. Realmente, eso mismo aseguraban cuantos lo conocían. Así que Antoñito, alegre por saberlo, agarró el estuche con la flauta de su padre y juntos abandonaron el Paseo.
 
Por la tarde, se dirigió al pabellón deportivo y al observar que carecía de nombre se acercó a un mostrador donde un anciano repartía camisetas de baloncesto y le pidió que volvieran a colocar en el frontal del edificio las letras “Pabellón Luis Casimiro” porque habían debido de caerse. El anciano sonrió y le dijo que mirase bien y, en efecto, al volver a mirar descubrió que las letras se encontraban en su sitio. Pertrechado de trompeta y tambor, Antoñito no paró de animar al equipo local que, sorprendentemente, tenía idéntico nombre que el de su propio pueblo, al que tantas veces había jaleado al grito de ¡Puertoooo! ¡Puertoooo! ¡Puertoooo! 
 
En resumidas cuentas, así fue la primera jornada de Antoñito en su Puerto definitivo. La verdad es que se encontró a gusto. Toda la gente presentaba su mejor sonrisa a la hora de responder alguna pregunta. Por si fuera poco, habían desaparecido las dolencias que lo habían acompañado desde bien pequeño, a la vez que había recobrado la alegría para volver a ser el mismo de siempre, aquel Antoñito con quien todos se paraban para cruzar un comentario amable. Y lo mejor de todo: desde ese lugar podía ver lo que había dejado atrás y comprobar que los mismos que se entristecieron con su partida ahora se alegraban al recordarlo. Porque Antoñito había dejado un recuerdo imborrable en aquel otro Puerto que abandonó cuando llegaron las cigüeñas.
Eduardo Egido Sánchez