El dichoso verano

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Son las 12:15 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
El dichoso verano

     Al leer el título de este artículo, habrá lectores que hayan interpretado el calificativo “dichoso” en un sentido positivo y otros en un sentido negativo. Probablemente, los más jóvenes lo hayan hecho en  el primer sentido y los de mayor edad en el segundo. El diccionario recoge cuatro acepciones de este término: 1. Feliz // 2. Que incluye o trae consigo dicha  // 3. Desventurado, malhadado // 4. Enfadoso, molesto. Resulta llamativo que una misma palabra exprese conceptos contrapuestos. Y, en este caso, a partes iguales. Por lo tanto, al calificar el verano de dichoso, nos hacemos eco de que habrá gente que lo considere una bendición de la climatología, y en cambio otra lo tildará de castigo infernal.

     Por lo general, como hemos apuntado, esta contrapuesta interpretación depende de la edad de quien emita el juicio. Para los jóvenes el verano es un periodo feliz, que trae consigo dicha. Para los mayores, el verano supone una temporada desventurada y molesta. Hay que hacer una matización importante: estamos identificando al verano con uno solo de sus componentes, el calor, sin considerar otros atributos propios que con toda probabilidad son bien recibidos por todo el mundo: las abundantes horas de luz natural, la ausencia de esos temporales en los que se abren los cielos o de esos vientos huracanados que se llevan las ideas… Así que cuando los mayores se quejan (nos quejamos) del verano, en puridad la queja la provoca en exclusiva el calor, que hace subir el mercurio por encima de los cuarenta grados.

     La alegría del verano florece en los cuerpos vigorosos de la infancia y juventud. Llegan las vacaciones en los centros educativos y el largo día que se ofrece por delante es una sugerente promesa que merece ser llenada por los múltiples acontecimientos que caracterizan a la vida plena. La mayoría de los recuerdos gratos de esas primeras etapas de la existencia tienen lugar en verano, donde cada día es distinto al anterior y donde cada jornada es susceptible de albergar un sinfín de episodios. Los muchachos de hace unas décadas nos echábamos a la calle a primera hora de la mañana y tras un breve paréntesis para la comida y siesta completábamos la jornada hasta bien entrada la noche.   Siempre nos aguardaban aventuras por emprender. La más habitual era buscar el mejor lugar para darse un baño en los numerosos charcones que rodeaban la ciudad: la mina de la Pepita, el rio Ojailén a su paso por la barriada de Asdrúbal, los descubiertos, el puente de la eléctrica, el charcón de las pocitas del prior, el quinto del tío Pedrillo, la laguna de Almodóvar. De paso, según temporada, aprovechábamos para saciar la sed mangando alguna sandía, algún melón de piel de sapo o un buen racimo de uvas. Bien dispuestos nos dirigíamos aquella veraniega mañana por el camino de los caleros, tras el actual hospital de santa Bárbara, porque un amigo nos había dicho que conocía una viña donde las uvas eran grandes “como huevos de codorniz”. Un poco antes de llegar nos cruzamos con un hombre que nos preguntó adónde íbamos. Le respondimos que a una viña cercana que tenía muy buenas uvas. Nos advirtió: “Pues andaos con ojo, que el guarda, en cambio, tiene muy mala uva”. Un amigo le contestó: “Pues si aparece el guarda, sombrero en mano y pies para qué os quiero”. Estábamos en plena faena recolectora cuando el guarda –que no era otro que el paisano que nos había advertido- hizo acto de presencia blandiendo un garrote y, lo que era aún peor, acompañado por un perro de alzada descomunal y ladridos aterradores. Aplicamos tácitamente el “sálvese quien pueda” y echamos a correr en general desbandada. Cuando nos reagrupamos en el manantial de las pocitas del prior, nuestros semblantes aún mantenían el color de la cera a despecho del sofoco de la galopada.

     El calor no era impedimento para las largas caminatas bajo el sol hasta llegar al sitio de destino de cada jornada. Por supuesto nadie se protegía la cabeza, nada más raro de ver que un niño con sombrero. Tampoco lo era para practicar todo tipo de juegos populares, ni para los interminables partidos de fútbol en cualquier descampado, en singular desafio (sin tilde) con los equipos de otros barrios. Nuestro derbi lo constituía el enfrentamiento entre el equipo de la calle Ancha y el de la calle del Muelle, que tenían como terrenos de juego respectivos, la explanada frente a la estación de la Renfe y el descampado del muelle de carga y descarga de dicha estación. En una ocasión solo perdimos por diez a nueve, gracias a nuestro excelente portero Ricardín, alias “muñequito de goma”. Así pues, aquellos veranos eran felices y dichosos, portadores de dicha.

     Sin embargo, parece que  los años obstruyeran el sistema de refrigeración del cuerpo humano, que a edad avanzada se siente incapaz de hacer frente al calor que lo satura. Y entonces uno se figura que el calor de la canícula es una plaga bíblica ante la que nos sentimos impotentes. Nos levantamos somnolientos, después de una noche en la que apenas hemos podido pegar ojo, buscando el chorro de la ducha fría que nos despabile. Después, durante todo el día notamos el cuerpo pegajoso y nos embarga una apatía que a duras penas nos permite cumplir con las obligaciones cotidianas. Las horas de la siesta suponen la travesía de un tiempo detenido que derrite la voluntad. El tema del calor que bate récords, ocupa invariablemente un amplio espacio en los telediarios. Si informan que en la franja del Cantábrico la temperatura no ha rebasado los 30 grados pensamos en lo afortunados que son los de la zona. Este es el dichoso verano que tiene como credenciales la desventura y la molestia.

      Como tantas otras cosas, el verano se presta a interpretaciones, según nuestro punto de vista (el color del cristal con que se mira) y nuestras circunstancias personales. A fin de cuentas, vale la pena que los mayores hagamos un esfuerzo para no demonizar demasiado al verano porque ¡nos ha dado tanta dicha a lo largo de tantos años!

Eduardo Egido Sánchez
río Ojailén junto a la mina de Lourdes