El tío la pipa

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Son las 12:06 del Martes, 19 de Marzo del 2024.
El tío la pipa
     Si este artículo llevara por título “Eduardo de la Orden González-Pozo” pocos lectores se decidirían a abrir su contenido por no conocer a la persona aludida. En cambio al “tío la pipa” lo recordarán infinidad de puertollaneros de cierta edad. Fue un personaje, en el sentido literal del término, que alcanzó una enorme popularidad en nuestra ciudad a partir de los años cincuenta por su intensa actividad radiofónica, política y social en cuantos acontecimientos precisaban de la colaboración ciudadana, siendo el primero en remangarse para afrontar la tarea que saliera al paso. Ganó fama de persona hiperactiva que nunca escurría el bulto.
 
     Nació el 13 de agosto de 1917 en Almadén y falleció en Puertollano en octubre de 1991 a la edad de 74 años. Hijo de un minero barrenista de su pueblo natal, tuvo una infancia humilde junto con sus numerosos hermanos, todos obreros de profesión pasado el tiempo. Él pudo burlar ese destino merced a su inteligencia natural y su capacidad de trabajo, que le permitieron, mediante sucesivas becas, cursar estudios en la Escuela de Hijos de Obreros de Almadén, el bachillerato en Ciudad Real y la carrera de Derecho en la Universidad Central de Madrid, que truncó en tercer curso el estallido de la Guerra Civil. No obstante, su afán por el estudio le llevó en plena contienda bélica a la Escuela Popular de Guerra donde alcanzó el título de Oficial de Transmisiones. Intervino en las batallas de Brunete y Teruel y ascendió al grado de capitán por méritos en el campo de batalla. Finalizado el conflicto fue internado en un campo de concentración y luego un consejo de guerra lo condenó por ayuda a la rebelión. En 1946 regresó a su pueblo con la condena cumplida, sin embargo el ambiente revanchista de la época provocó que lo desterraran a Madrid donde tuvo que hacer frente a una difícil situación por las duras condiciones laborales de la posguerra. Por último, en 1953 recaló en Puertollano y consiguió un empleo de administrador en el Pozo Calvo Sotelo. Quizá entonces no sospechaba que este sería su destino definitivo, asentándose en la calle Atajo Alto y después en la calle Argamasilla, ambas en barriadas obreras. Esta experiencia combativa de la vida lo convirtieron en un hombre pragmático, partidario de la máxima latina primum vivere deinde philosophari.
 
     Eduardo de la Orden fue una persona polifacética, con gran capacidad de trabajo y adaptación en cuantos menesteres requerían su concurso. Sus ojillos vivarachos, su sonrisa pícara de quien conoce las debilidades humanas, su capacidad de comunicación verbal y su sempiterna pipa se hacían presentes en los ambientes sociales de su época a condición de que fueran humildes. La intensa actividad que desplegó en nuestra ciudad a lo largo de casi cuarenta años puede aglutinarse en cuatro apartados: la palabra, el compromiso político, el compromiso social y la familia.
 
     Desde la infancia fue un devorador de palabras, tanto las impresas en los libros de texto que lo rescataron de su destino obrero y le abrieron las puertas para escapar de la miseria que se cernía sobre su futuro, como las contenidas en las obras de Blasco Ibáñez, Azorín, Gabriel Miró, Pío Baroja, Valle Inclán, etc. y sobre todo en su libro de cabecera, El Quijote, que aseguraba haber leído decenas de veces y del que sacaba a colación citas, refranes, chascarrillos y anécdotas en sus conversaciones. Este bagaje cultural le permitió disfrutar de la excelencia que proporcionan las grandes obras del pensamiento humano y fue el andamiaje sobre el que erigió su dominio de la palabra.
 
     Supo manejar con maestría la comunicación verbal en sus crónicas radiofónicas de la emisora local, particularmente en la faceta deportiva, con especial atención al equipo de fútbol Calvo Sotelo, que dominaba el ambiente social de la época. El mundo del deporte desfilaba  por las ondas de Radio Popular a través de su voz inconfundible manteniendo informada a la multitud de seguidores de aquel equipo que a punto estuvo de ascender a primera división. También fuera del micrófono, su conversación surgía torrencial manteniendo despierta la atención del interlocutor gracias a su portentosa memoria que le permitía recatar sin atisbo de duda nombres propios, lugares y fechas para enriquecer su discurso. En numerosas ocasiones tuve la oportunidad de disfrutar de su capacidad para hablar sin desmayo y con envidiable propiedad, narrando con pelos y señales episodios heterogéneos de su vida. Escucharlo no daba sueño.
 
     Su compromiso político probablemente se gestó en la infancia al experimentar las penosas condiciones de vida de su familia y de los mineros de Almadén. Compromiso que tomó cuerpo al ser elegido presidente de la Federación Universitaria Escolar de Ciudad Real y se consolidó durante la rebelión militar que derribó al régimen democrático, provocando la contienda civil en la que se implicó como voluntario en el ejército de la República. En 1937 asistió al VII Congreso Nacional de las Juventudes Socialistas Unificadas de España, que habría de sellar su adhesión al ideario socialista, con un enfoque humano centrado en corregir las diferencias sociales.
 
     En 1974 decide dar un paso adelante en su vocación política y se presenta a las elecciones municipales por el tercio familiar. Es el candidato que consigue más votos,  lo que le permite formar parte de la Corporación Municipal hasta 1978 en que se desligó por no estar conforme con la decisión de que cinco plazas de operarios, de las doce convocadas, se concedieran a personas no afincadas en Puertollano. En 1976 encauza su ideario socialista implicándose en la constitución de la Agrupación Socialista de Puertollano, figurando con el número catorce en la lista de inscripciones. Después llegaría a ser secretario general del PSOE y UGT. Por último, es elegido concejal en representación del PSOE en las elecciones democráticas de 1983, siendo teniente-alcalde, presidente de Comisión y portavoz del Grupo Municipal Socialista. Repite como concejal en 1987, presidiendo la Comisión de Cultura y siendo un puntal del equipo de gobierno.
 
     El compromiso social lo puso de manifiesto sumándose desde su programa radiofónico y con artículos en la prensa a cuantas iniciativas se pusieran en marcha en la ciudad para socorrer a los más necesitados. Prueba de ello fue su implicación en la famosa Operación Mina que orquestó en 1961 el primer director de Radio Puertollano, el sacerdote don Pedro Muñoz Fernández. En el libro titulado también “Operación Mina” don Pedro escribe: “Se incorporaron a nosotros (se refiere a la emisora) don José Luis, “el cura de la Calvo Sotelo”, y Eduardo de la Orden, cronista de fútbol y consejero en mis apuros, a quien debo mucho como se verá, porque él sí que conoce al pueblo…” Y páginas más adelante insiste: “Es de justicia traer aquí, para que conste como testimonio, de lo que es capaz de hacer un hombre solo cuando tiene sal, arte y simpatía: Eduardo de la Orden…” El caso es que Eduardo sacó del atolladero una situación peliaguda que amenazaba con echar a perder la histórica Operación.
 
     Se sumó de inmediato a la propuesta para erigir un monumento en la ciudad en homenaje a los mineros. En el boletín municipal de enero de 1982 escribe un encendido alegato a favor de este reconocimiento a la profesión que hizo de Puertollano una ciudad populosa y próspera a costa del sacrificio de sus miembros. Culmina así el artículo: “Sabemos de la generosidad siempre puesta de manifiesto por el pueblo de Puertollano y no dudamos de que esta idea la compartirás con todo tu cariño y entusiasmo. Llama a Radio Popular a partir de las 22,30 anunciando tu donativo”. En este sentido, confesaba: “Estuve de administrador en el Pozo Calvo Sotelo y ello me permitió tomar contacto con la mejor gente que había en Puertollano, los mineros”. 
 
     Eduardo de la Orden poseía un arraigado concepto de la familia. En nuestras conversaciones –en las que yo era más bien un oyente- se refería con frecuencia a sus tres matrimonios y sus nueve hijos. A veces, sus ojos adquirían un brillo acuoso al mencionar las vicisitudes de su historia familiar. Se enorgullecía de los logros de sus hijos, a los que inculcó la importancia del estudio y educó en valores cívicos. Se lamentaba de no haberles dedicado todo el tiempo que hubiera deseado a causa de sus diversas ocupaciones. Me hizo partícipe de confidencias sobre uno de sus hijos, que le preocupaba especialmente debido a una peculiaridad personal. Al final, se mostraba conforme con las decisiones que adoptaba cada uno aunque las pusiera en tela de juicio.
 
     Asimismo, concedía gran importancia a la amistad y considero que se hacía acreedor espontáneamente a ganarse el afecto de los que le rodeaban. Mi experiencia personal me permite calificarlo como alguien leal y afectivo que enriquecía emocionalmente a sus amigos. Solía dirigirse a mí con el apelativo introductorio y amigable de “tocayo”, que dulcificaba el diálogo, un embajador de buena voluntad. Me prodigaba asuntos íntimos que ponían de evidencia una recíproca confianza: me sorprendió un día al confesarme: “tocayo, ya estoy en primera fila”. Al preguntarle a qué se refería, respondió que se encontraba próximo a la muerte. Creo que fue la primera vez que escuché la palabra “metástasis”. Hablaba con entereza, como algo natural que ha de alcanzarnos a todos. Me admiró su presencia de ánimo. No tardó en cumplirse su vaticinio. En el ataúd, en su domicilio, su rostro reflejaba la serenidad de quien ha cumplido con la vida. Me pregunté si antes lo había visto alguna vez sin su inseparable pipa.
Eduardo Egido Sánchez
Eduardo de la Orden (El tío la pipa)