Por Eduardo Egido Sánchez
Cuando se expresa “escribir en Puertollano” hay que interpretar que la localización es extensible a “escribir en provincias”. En suma, escribir lejos de los foros literarios. Tengo como referencia a la hora de escribir una frase de Ramón del Valle-Inclán: “El arte de escribir es un largo y penoso aprendizaje con dos caras: el aprendizaje para ver lo que todas las cosas tienen de bello y el aprendizaje para expresarlo”. Confieso que cada vez se me hace más largo y penoso dominar este arte y que no acabo de desenmascarar la belleza de las cosas y menos aún saber expresarla.
Supongo que mis colegas locales de ejercicio literario andarán anclados en similares turbulencias. Imagino que ejercer la escritura hermana en condición a sus prosélitos, del mismo modo que sucede con los que duermen en el mismo colchón. Todos abonan la teoría del síndrome de la hoja o pantalla en blanco y todos tiemblan ante la opción de publicar aquello tan íntimo compuesto con tanto esfuerzo. Escribir es navegar en un mar de dudas cuyo oleaje se encrespa a medida que avanzamos mar adentro. No es recomendable mirar atrás porque para entonces habremos perdido de vista la costa y la falta de orientación nos sumirá en el desconcierto.
¿Cuál es el motivo por el que una persona se sienta a escribir? Son conocidas las respuestas de autores famosos a esta pregunta, diversas, ingeniosas y convincentes. Por mi parte, creo que la razón más sensata para abordar el proceso de poner negro sobre blanco memoria e imaginación (la literatura -suscriben muchos- es memoria y ficción) es escribir para sí mismo y, en consecuencia, buscar la satisfacción personal. Una satisfacción similar a la que sentimos cuando alguna circunstancia del día a día nos conmueve y alienta, no vayamos a pensar en grandes logros, porque a medida que escribimos y publicamos se impone la evidencia de que el éxito es una quimera que no dejará nunca de serlo. Sucede lo mismo que con la lotería: las probabilidades de obtener premio son abrumadoramente contrarias, pero seguimos abonados a ese número que parece no estar en el bombo. Así pues, hay que liarse la manta a la cabeza y decir con Samuel Beckett: hay que seguir, debo seguir, voy a seguir. Conscientes de que ese camino no conduce al triunfo sino a nosotros mismos. Que, bien mirado, no es mala meta. Afortunado quien se convence de ello.
De modo, que cada uno encuentra una razón para escribir y, con su ayuda, se aplica a la tarea. Enseguida se descubre que son necesarias la perseverancia, la disciplina y la fuerza de voluntad. Como si estuviéramos obligados por contrato. Poco fiable resulta esperar a que nos visiten las musas previo aviso para que estemos preparados. Nos percataremos de que las dichosas musas posponen su visita tanto cuando llueve o brilla el sol, lo mismo cuando hace frío o aprieta el calor, si es día festivo o laborable, si es mañana o tarde. En fin, las musas son caprichosas y exigentes, expertas en poner condiciones para personarse.
A pesar de los imponderables, y no sin cierta heroicidad, por fin hemos conseguido poner el punto final a nuestro proyecto literario. Ahí está, llenando entre doscientas y trescientas páginas, tampoco son necesarias más. Hemos culminado la primera escritura y ahora resulta imprescindible la reescritura: el repaso para superar incoherencias, frases ininteligibles o de dudosa interpretación, vocablos inexactos, expresiones inadecuadas y todo aquello que reste propiedad y niegue belleza al discurso. Tras esta fase, aún debemos afrontar varias tandas de correcciones, de principio a fin, con vistas a detectar faltas ortográficas y erratas, al tiempo que afinamos el uso de los signos de puntuación. Este último proceso llega a convertirse en tedioso si no odioso, porque es similar a la manía que le cogemos a la canción del verano al terminar el estío. El mismo estribillo que nos exaltaba el ánimo se torna ramplón y repetitivo. Solo las obras maestras soportan las relecturas.
Comienza entonces otra dura batalla, las gestiones para que la obra vea la luz, sea publicada. Hay que prestar mucha atención a este apartado para no caer en manos de defraudadores, editoriales que prometen mucho y cumplen poco. Un editor de confianza es un merecido premio tras el esfuerzo realizado durante largos meses. Hay que distinguir entre editores e impresores: los primeros imprimen la obra y la comercializan por su cuenta, dando un porcentaje de las ventas al autor. Los segundos sólo imprimen la obra y entregan la tirada completa al autor a cambio de un precio y es el autor quien comercializa su obra. En Puertollano hay dos editores, Javier Flores (Ediciones Puertollano) y Julio Criado (Ediciones C&G). Hubo un tercero, Julián Gómez (Intuición Grupo Editorial) recientemente retirado.
Con toda seguridad, el momento más satisfactorio y emotivo del proceso de escritura de un libro es el acto de presentación de la obra. El autor invita de corazón a familiares y amigos, confiando en que respondan a una llamada mediante la que ofrecen el esfuerzo, la capacidad creativa y, especialmente, la ilusión que han puesto en plasmar una visión de la vida que ahora se comparte con los demás. Incluso, quizá el acto cuente con una representación institucional, que se agradece por lo que implica de reconocimiento social. En esos instantes en que el presentador glosa la obra, el autor se regocija con el afecto recibido de tantas personas fundamentales en su vida. Piensa que ha valido la pena superar tantos retos para obtener la recompensa de esa jornada.
Sin duda, el modo más apropiado de acabar este artículo es mencionar a los esforzados escritores -alguno bendecido por la fama- vinculados a Puertollano, ya que el reducido espacio no permite comentar sus obras. Se cita a los que cultivan prosa y verso, a los que solo han publicado una obra y a los que suman numerosos títulos. Se enumeran por orden alfabético de su nombre de pila en atención a la amistad que me une con todos ellos, un privilegio gozoso.
Ahí van sus nombres: Ángel Burgos Montero, Alfonso Castro Jiménez, Antonio Carmona Márquez, Antonio González Zarcero, Antonio Gutiérrez González de Mendoza, Benito García Muñoz, Blas Adánez Jurado, Carlos Sanz Seco, Casimiro Sánchez Calderón, Conrado Luna Luna, Chema Torres Fabero, Eduardo Egido Sánchez, Eduardo Toledano, Elías Zamora Martín, Emilio Díaz-Pinés Hernández, Emilio Muñoz Risco, Enrique Buendía, Enrique López Buil, Esther Ramírez Chicharro, Félix Calle Delgado, Fernando Mansilla Izquierdo, Francisco Andrés Correal Naranjo, Francisco Serrano Pizarro, Fredeswinda Gijón, Gregorio Carmona Ortega, Ignacio Valiente Martínez, Inmaculada León Tirado, Irene Serrat García, Isabel Castañeda Jiménez, Isabel Jiménez Romero, Isi Ruiz Gallego-Largo, José Amarillo Calle, José Bazaga García, José Domingo Delgado Bedmar, José González Ortiz, José Luis Viejo Montesinos, Juan José Oña Hervalejo, Luis García Pérez, Manuel Juliá Dorado, Manuel Muñoz Fernández, Manuel Muñoz Moreno, Manuel Sánchez León, Manuel Santos Velasco, Manuel Tabas Arias, Manuel Valero Calero, María de las Nieves Fernández Céspedes, María Dueñas Vinuesa, María Luisa Menchón Garrido, Marciano Sánchez Cabanillas, Mariano Martín Isabel, Mariano Mondéjar Soto, Mayte González Mozos, Miguel Ángel Lillo, Modesto Arias Fernández, Narciso Merchán Prieto, Pablo Romero Dorado, Pedro Burgos Montero, Pedro Muñoz Fernández, Ramón Aguirre López, Ramón Merino Rodríguez, Román Serrano López, Salvadora Moreno Castañeda, Víctor Manuel Gutiérrez Caballero y Virginia Nielfa Garrido.
En otro grupo se encuentran los escritores que solo han publicado en revistas literarias o de los que no tengo constancia que hayan dado a la imprenta libro alguno: Amalio Ñacle, Ana María Molina Fernández, Ángeles Castillo, Benjamín Hernández Caballero, Cala Nevado Cerro, Cristina Díaz Aragón, Eduardo Carrero Fernández, Eduardo Navarro Salmerón, Felipe de la Plaza Ciudad Real, Francisco Céspedes Prado, Goyi Fraile Toledano, Luis Carballada Pérez, María de Gracia Chicharro Molero, María Dolores Ciudad, Marifé Valiente, Manuel Ramírez Chicharro, Marian Novalbos, Monchi Aguirre Muñoz de Morales, Nuria Jiménez, Paquita Infantes, Puri Doce, Rosa Caballero, Rufo Gil, Teresa Olivares y Vicente Romero Coronel.
Un emocionado recuerdo para aquellos que ya pusieron el punto final a su vital trayectoria y mucho ánimo para los que a su último título literario le siguen puntos suspensivos. Ya advirtió el clásico que el arte es largo pero la vida es breve.