Hotel Mercedes

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Son las 08:56 del Sábado, 20 de Abril del 2024.
Hotel Mercedes
A lo largo de cuarenta años, los viajeros que llegaban a Puertollano por la estación de la Renfe eran recibidos en la plaza Ramón y Cajal por un gran rótulo esculpido en piedra en la fachada del edificio frontero que anunciaba “H. Mercedes”. La hache significaba hotel y Mercedes era mi tía paterna, que daba nombre al establecimiento.
Los orígenes del hotel se remontan a 1925, cuando en el periódico “El defensor” se publica el siguiente anuncio: 
          “De importancia para hoteles, fondas, casas de pensión, restaurantes, etc. 
 
En la plaza Dr. Ramón y Cajal de esta ciudad, (frente a la estación M.Z.A.) se está construyendo una casa propia para fonda, hotel o negocio análogo. Consta de 24 dormitorios independientes, amplias dependencias de comedor, cocinas, galerías, sótanos, azotea, etc. Existen en la misma finca dos pozos con agua suficiente para las necesidades de la casa. Próximas a terminarse sus obras, se anuncia su arriendo. Razón: a su propietario Manuel Pastor Valderas, Cañas, 36, Puertollano (C. Real)”
 
En este mismo periódico, cuyo lema era “No reconocemos más dueño que el pueblo”, se recoge la Sesión del Consistorio del 16 de mayo de 1936, en cuyo Orden del Día figura: “Escrito de Mariano Egido Garrido que solicita licencia para la apertura de un Hotel denominado H. Mercedes”.
 
Sorprende que antes, en el Boletín de Ferias de 10 de mayo de 1936, se publique un anuncio que reza: “ATENCIÓN: Visiten ustedes el nuevo Hotel Mercedes de MARIANO EGIDO GARRIDO. Instalado magníficamente en la Plaza de Ramón y Cajal,3, Puertollano, frente a la estación M.Z.A. y será usted un buen cliente de él”. 
Hay que aclarar que las siglas M.Z.A. significan Madrid- Zaragoza- Alicante, que era la línea ferroviaria de Renfe que pasaba por Puertollano. Curiosamente, en la misma página del Boletín de Ferias se anuncia la Perfumería “Popea” que se indica está situada “Junto al Hotel Castilla”, lo que pone de manifiesto que dicho hotel ya estaba instalado. 
 
Mariano Egido Garrido era mi abuelo paterno y padre de Mercedes, la titular del hotel, que era la más pequeña de tres hermanos. Mi abuelo apenas tuvo tiempo de gestionar el alojamiento que con gran esfuerzo había logrado sacar adelante, ya que el 17 de diciembre de 1936, siete meses después de solicitar su apertura, fue sacado de noche del propio establecimiento y conducido al cementerio en cuyas tapias fue fusilado. Contaba 55 años y carecía de cargo o filiación política alguna, según consta en el propio documento que certifica el suceso.
 
Será mi abuela Guillermina y sus hijos quienes se vean obligados a tomar las riendas del negocio. Así, en el Boletín de la Feria de Mayo de 1940 se inserta otro anuncio del Hotel con estos reclamos: “Edificio recién construido. Dotado de cuantas exigencias necesita el viajero. Servicio esmerado. Habitaciones higiénicas. Frente a la estación M.Z.A. Teléfono 72. Puertollano”. Asimismo, en el Boletín de la Feria de 1943 aparece publicitado con algunas variaciones: “Hospedería Mercedes. Preferida por tratantes y ganaderos. Calefacción. Agua corriente…” 
 
El hotel disponía de 31 habitaciones distribuidas en las plantas baja, primera y segunda. En la parte superior tenía una espaciosa azotea con espléndidas vistas de la ciudad, en cuyo frontal destacaban dos figuras ovoides como elementos decorativos. Se aseguraba la disponibilidad de agua corriente, en casos de corte del suministro, mediante dos depósitos de uralita de 1000 litros cada uno. Algunas habitaciones estaban dotadas de calefacción, así como el salón recibidor, el gabinete y el comedor, sistema alimentado con carbón que se almacenaba en una carbonera de grandes dimensiones. En la zona posterior del edificio existía un patio amplio donde se tendía la ropa y otro más pequeño sin utilidad concreta. También había dos pozos de agua, uno de ellos compartido con el vecino, Manuel Recuero, que regentaba un bar poco convencional para la época. Las dependencias particulares de mi familia daban a la calle Real, así llamada porque discurría por ella la Cañada Real de ganado, que acogía el desfile de ovejas de la trashumancia entre las dos Castillas, que iba al Valle de Alcudia en otoño y regresaba en primavera.
 
La época de mayor animación del hotel era la celebración de la cuerda ganadera en la Feria de Mayo, cuando los tratantes de ganado copaban todas las habitaciones disponibles. En el salón-recibidor se disponían los sillones de mimbre que ocupaba la clientela transeúnte y colgaba un espejo labrado de cuerpo entero que devolvía la imagen de la algarabía reinante hasta bien entrada la noche. Allí se instaló hacia 1965 la primera televisión del establecimiento, que vino a relegar a un segundo plano al aparato de radio del gabinete, dependencia de uso exclusivo de los clientes estables. 
 
El personal del hotel contó con trabajadores que prestaron sus servicios a lo largo de toda su vida en activo. Así, en la cocina trajinaron entre fogones María, una viejecita bondadosa, y Salvadora, aficionada a contar historias de miedo. El comedor lo servía Saturnino, hombre de pocas carnes y mucho temperamento, encargado, por añadidura, de alimentar al canario y afinar sus trinos mediante frescas hojas de lechuga. En las habitaciones se movían Isabel y Nati, guapa la una y poco agraciada la otra, las dos afanosas sin tacha. Nati se lastimó una mano con un objeto cortante y la herida no terminaba de cicatrizar, adquiriendo un aspecto lamentable. El portero de noche era José, hombre servicial que asimismo se encargaba de presentar a la policía nacional, en la Casa de Baños, las fichas de entrada de los clientes. Cuando era preciso llevar a cabo trabajos ocasionales -enjalbegar, pintar, reparar enseres…- mis padres requerían los primorosos servicios de Rafaelito, que servía igual para un roto que para un descosido. Lamentablemente, a medida que estas personas dejaban de trabajar, que el hotel perdía rentabilidad y con la prematura muerte de mi padre, mi madre no tuvo más remedio que cubrir las vacantes asumiendo unas jornadas agotadoras con el auxilio de mi anciana abuela materna y de mi joven hermana. Fue el comienzo de un prolongado declive tras más de tres décadas de funcionamiento.
 
En los años sesenta y setenta un amplio y variopinto grupo de clientes estables otorgaba personalidad propia al Hotel Mercedes. El maestro represaliado don Agustín daba acertados consejos a mis padres, no daba la mano para saludar una vez se las había lavado para comer, y recibía publicaciones desde el extranjero que mostraban alguna que otra mujer desnuda sin exhibicionismo; era el habitual dueño y señor del mando del dial del aparato de radio del gabinete, en el que sintonizaba música clásica. Doña Rosario era maestra jubilada y le disputaba a don Agustín el mando radiofónico para escuchar novelas lacrimógenas y seguir llorando con la canción “Con los bracitos en cruz” de la Niña de Antequera; en una ocasión le dijo a mi padre al tiempo que le abonaba la mensualidad del alojamiento: “con el dinero que le he pagado a usted podría haberme comprado una casa” y mi padre le respondió “pues muy chica tendría que ser”. El veterano don Félix era como de la familia y por eso lamentamos como propio su triste final: un día comió de forma copiosa y a continuación asistió a una corrida de toros donde se sintió indispuesto para acabar falleciendo en el propio hotel. Don Adrián Gil, abogado reconvertido en ganadero, propietario de la finca “Chorreras”, rezumaba elegancia y autoridad con vestimenta y verbo de primera clase; contaba chistes subidos de tono y al fumar expulsaba el humo con audible sonido de viento, hasta el punto que don Agustín ironizaba “digo que hay alguna puerta abierta que forma corriente de aire”. Don Juan María Calderón era el administrador de la finca “La Bienvenida” y pasaba temporadas en el hotel con su mujer y sus hijos; terminaron estableciéndose en la ciudad.
 
Con todo, el huésped más ilustre era don Victoriano de la Serna, matador de toros que ocupó lugar preferente del escalafón taurino en los años treinta, torero de una personalidad sin parangón según las crónicas de la época. Recalaba en el hotel cuando se dirigía desde Madrid hasta su finca “Hato de Garro” en el Valle de Alcudia. En la tertulia del gabinete no se escuchaba otra voz, todos atendían en trance a sus recuerdos de gloria; su bellísima esposa, Virginia, hispanoamericana, derrochaba educación y amabilidad; nos obsequiaba con caramelos Viuda de Solano, un lujo de la época de sabor insuperable y cuyo estuche metálico reconvertía mi madre en la “caja de los hilos”. 
 
Había dos familias de ganaderos serranos del norte, los Espiga y los Ochoa, que se alojaban todos los años en el periodo de trashumancia; Benito Ochoa se ennovió con Rosi, la chica guapa que más miradas despertaba en el barrio. También procedía del norte el ganadero Heriberto Aguado, a quien se conocía como “el alcalde de su pueblo”, por la sencilla razón de que lo era. Al señor Zardoya le apodaron “el hombre de los lobos” por su parecido con el naturalista Félix Rodríguez de la Fuente. Los comerciales de Transfesa (transportes ferroviarios especiales sociedad anónima) eran una institución en el hotel por la actividad desplegada, siempre pegados al teléfono, a cuyas telefonistas sabían agasajar para reducir demoras en sus peticiones de conferencias; Paco se casó con Menchu, una vecina de la plaza Ramón y Cajal cuyo padre era ferroviario, y Carlos recibía en verano la visita de su novia Danielle, francesa, de costumbres tan liberales que era la comidilla de la clientela. Los hermanos Antonio y Urbano Herrero Merinero formaban parte fija del paisaje hostelero; Urbano compró la finca Pedro Morillo y se asentó en la zona.
 
Había un grupo de maestros de escuela que alborotaban el gallinero con su juventud y simpatía. Descollaba Luis Molero, apodado “el hereje” porque sacaba punta a acontecimientos frívolos de la clientela a través de cancioncillas picantes. Esteban Ayúcar y Rafael Arroyo jugaban en el equipo de baloncesto local mientras que Carlos Piquer fumaba tabaco rubio con fruición y permanecía al margen del deporte. José Justo, autodenominado “jotapunto jotapunto”, era un dechado de formalidad aunque se permitía alguna licencia bromista. Narciso Merchán era profesor de educación física y una persona de notable perspicacia que escribió algunos ensayos políticos y económicos dignos de ser conocidos; se asentó en la ciudad, donde formó su familia. Doña María Covadonga y doña Caridad Robles eran profesoras del instituto “Fray Andrés”. Del gremio de la educación era don Andrés, inspector de enseñanza primaria que usaba unas gafas de considerable grosor y destacaba por su esmerado trato.
 Julio trabajaba en el juzgado, entonces ubicado en la calle Hospital, era muy serio pero una noche de verano sorprendió a todos al gritar en plena explanada del hotel “adiós julio, adiós julio” para despedirse del citado mes. No faltaban los comerciales llamados entonces “viajantes” como el señor Grau, catalán que no se perdía ningún acontecimiento deportivo en la televisión, o el señor Vidal, que tuvo algún problema judicial a causa de su trabajo y que me llevó al bar Coimbra al primer partido de fútbol que vi en televisión, el Real Madrid-Peñarol que supuso la primera Copa Intercontinental para el equipo blanco en 1960. Asimismo había un matrimonio valenciano que comerciaba con figuras de porcelana de Lladró y viajaba con su hija pequeña a la que la madre guiaba cuando comía, indicándole “mastica, ensaliva, traga…” Hubo un futbolista del Calvo Sotelo, Oyaga, cedido por el Zaragoza, que llamaba la atención por su melena larga y rubia y su planta atlética. Finalmente, dejamos constancia de la presencia en el hotel de un personaje singular, el recordado Leocadio Guerrero que transitaba por las calles de Puertollano repartiendo estampitas y despertando el temor de los niños a pesar de su bondad; nunca estuvo alojado pero mis padres le facilitaban un plato de comida que él agradecía en silencio. Lo recuerdo comiendo de pie y ajeno al bullicio circundante.
 
Todas estas personas poblaron una época donde el color de la alegría lograba sobreponerse al gris de la dura realidad. El recuerdo las rescata revestidas de una vitalidad capaz de superar las circunstancias adversas de vidas marcadas por la aún reciente contienda civil. Sus nombres y sus hechos permanecen unidos a mi infancia y juventud y seguramente han influido en mi modo de interpretar la vida. El Hotel Mercedes y su entrañable clientela forman parte de la crónica de Puertollano.
Eduardo Egido Sánchez