Las luces de Puertollano

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Son las 17:07 del Viernes, 19 de Abril del 2024.
Las luces de Puertollano
 
     Siempre es bienvenido un nuevo libro que hable de Puertollano. Y más, si cabe, cuando el autor ha vivido en nuestra ciudad su infancia y juventud y desde hace decenios reside en otro lugar desde donde se ha  aplicado al placentero y doliente ejercicio de dar forma escrita a sus recuerdos dominado por la nostalgia. Es lo que ha hecho Mariano Martín Isabel con su entrañable “Las luces de Puertollano”, un compendio de episodios vividos en los años sesenta y setenta del pasado siglo. El autor es doctor en Filosofía y una vez jubilado de su profesión docente en un instituto de Segovia ha sentido la imperiosa necesidad de recuperar de las nieblas invernales y las canículas infernales del pueblo del que se mintió al llamarlo de las dos mentiras, las vivencias que ahormaron su identidad para de este modo poder reconocerse y rescatarse a sí mismo. En definitiva, se trata de un libro de memorias y exploración personal.
 
     Hay que señalar la feliz coincidencia con otro libro publicado en 2019 por Mayte González Mozos de título similar “Luces en el llano” y contenido de idéntico tenor, que recorre los bares y lugares de diversión de la juventud de los últimos decenios del pasado siglo. También Mayte se aplica a echar atrás las hojas del calendario para volver a abrir las puertas de los espacios donde el humo y el alcohol acunaron tantos sueños. Y junto con los espacios, la autora compone la nómina de personas en la flor de la vida que deambularon por madrugadas insomnes sintiendo cómo fraguaba la sustancia de amistades imperecederas. Araña el corazón recordar cuántos de esos jóvenes se quedaron por el camino.
 
     Mariano Martín residió en la plazoleta Mestanza, en la popular barriada de las seiscientas treinta, y aquellos tiempos han dejado un poso imborrable en su biografía, marcada por un vecindario infantil y adulto que nombra con acento emocionado, al tiempo que pasa revista a la configuración de las calles del barrio y a la morfología de las casas de dos plantas que prevalecían en la zona. Cada vivienda era un cosmos en miniatura en el que la gente se afanaba para salir adelante en tiempos difíciles. Después amplía su objetivo y enfoca los lugares emblemáticos donde le lleva su innata curiosidad hasta abarcar todo el entramado urbano, guardando en la retina una sucesión de imágenes viradas en sepia, escenarios que dejaron profunda huella en el carácter del niño que los explora: la fuente agria, la casa de baños, el gran teatro, el paseo de san Gregorio, la concha de la música y la biblioteca situada en sus bajos, el reloj de las flores, las pocitas de Almodóvar y su doméstico zoológico… Y, al mismo tiempo, rescata de entre la bruma aquellos acontecimientos minúsculos que el paso del tiempo ha ido acentuando: aquella tormenta por la que desobedeció a su padre o aquel día en que se perdió. Da rienda suelta a sus recuerdos citando de corrido, saltando de uno a otro sin orden ni concierto, abandonándose sin condiciones a los agridulces zarpazos de la melancolía.
 
     Su futura profesión docente parece vislumbrarse en la importancia que concede a señalar con detalle los lugares donde discurrió su faceta escolar, empezando por la “escuela de cagones”, que sabe ubicar en el laberinto de calles colindantes; a continuación el colegio de las monjas junto a la iglesia de la Asunción, donde se sintió un náufrago entre niñas; después, la escuela “Independencia” retornando a su propia barriada y, por último, el instituto, dejando constancia de su extrañeza por el hecho de que el hijo de un obrero consiga acceder a este centro en vez de a la aledaña escuela de maestría. Resultan emotivos los retratos que compone de su maestro don Juan Antonio, dotado de una bondad sin tacha y que enfiló su ingreso en el instituto, y de su profesor don Alfredo, que trataba como adultos a los alumnos y les abría su corazón. Asimismo, menciona a dos sacerdotes, don Esaú y don Antonio, que tuvieron sendas intervenciones que el autor ha archivado entre la mitología y la realidad. Del instituto también rescata la figura del bedel Fundador, asimismo apreciado por su carácter bondadoso, que acompañó a bastantes hornadas de bachilleres.
 
     Con frecuencia alude a las flaquezas que esconde la memoria difuminando los contornos de acontecimiento y personas, cuando no alterando detalles o mezclando episodios distintos. Así, el sabor del hornazo lo recuerda salado y que se comía con chorizo, quizá fundiendo en una única conmemoración las  celebraciones del hornazo –con su bollo dulce- y del chorizo. Son usuales en el relato las alusiones a las dudas que le suscitan determinados recuerdos, concediendo que los acontecimientos pudieran haber ocurrido de otro modo. Comprobamos en la narración que la distancia de los hechos en el espacio y el tiempo transforma las cosas feas en bellas, que la óptica desde la que se contemplan los recuerdos depura su contenido cerniéndolos en el crisol que purifica las impurezas.
 
     De su padre realiza una descripción que no oculta sus facetas negativas: “De mi padre recuerdo que no me pegaba mucho, pero cuando pegaba, pegaba; era un poco bruto”. Con todo, prevalece su valor para afrontar la represión de la dictadura contra los sindicalistas obreros que al final obligó al exilio a toda la familia. De ahí las  numerosas e impresionables alusiones a las cargas de las fuerzas policiales contra los obreros y al papel represor de la temida casa de baños. La vigilancia policial ejercida sobre su padre hace tomar conciencia prematuramente al autor de la cruda realidad de una situación política que no toleraba la disidencia.
 
     La cualidad fundamental que elige el autor para impregnar a su narración es la veracidad. Las descripciones priman ese rasgo por encima de cualquier otra consideración, descartando toda exageración o sublimación de los hechos. Y en consonancia con esta propiedad, el lenguaje literario es sencillo, natural, brota como por boca de un niño que habla consigo mismo. Narra ateniéndose a la primera versión que surge espontánea de sus recuerdos, sin juzgar, por otro lado, el desfile de imágenes que se ofrece a sus ojos. Nada importa que pasados los años aparezcan las dudas. 
 
     El libro comienza con un poema titulado “Compostela” y se cierra con el pasaje en prosa “El campo de las estrellas”, componiendo el pórtico y el epílogo que acotan la imagen de nuestra ciudad definida por “las luces de la fábrica”. Continuamente alude el autor a las luces que anuncian desde la lejanía la presencia de una realidad urbana y humana poblada de luces que alumbran su belleza y no ocultan su fealdad. Concluye, como una sentencia, Mariano Martín: “Yo he venido a cantar la belleza fea de Puertollano”. Resonancias de Heráclito y su lucha de contrarios”.
 
 
 
       
     
     
            
     
      
Eduardo Egido Sánchez